Eduardo García A.


Uno de los primeros recuerdos nítidos de mi vida es del día en que con mamá Cleo fuimos a esperar a mi padre a la vieja estación de ferrocarril de Manizales, edificación que parecía salida de la novela La montaña Mágica de Thomas Mann, desarrollada en Davos, en las alturas de los alpes suizos. Allí a ese lugar alpino llegaban desde distintos lugares de Europa los enfermos que buscaban cura a la tuberculosis en el lujoso sanatorio de Berghof, donde podían permanecer años hasta salvarse o morir.
Los trenes de madera subían pujando por los recovecos y precipicios de las montañas de los Alpes hasta llegar a aquellas cumbres heladas donde paraban en una estación de ferrocarril parecida a la de Manizales y donde los empleados del sanatorio esperaban a los pacientes o a sus familiares con vehículos halados por caballos que resoplaban entre el frío y la niebla. Ahí llegó un día Hans Castorp a visitar a su primo, sin saber que sería él quien permanecería allí muchos años de aventuras y amores, deseos desbordantes por la sexy Clawdia Chauchat y agudas discusiones políticas y filosóficas con Ludovico Settembrini y el jesuíta Naptha, antes de que al fin lo sacaran de allí los deberes de la guerra.
La rica y próspera ciudad de Manizales se había quemado varias veces en la década de los veintes y gracias a la prosperidad económica de aquellos tiempos propiciada por el auge de los precios mundiales del café y al empuje de su clase dirigente y su pueblo, arquitectos e ingenieros provenientes de Europa y Estados Unidos como Ullen Ance, Papio y Giancarlo Bonarda o Julien Polti la reconstruyeron a imagen y semejanza de aquellas ciudades del Viejo mundo. En medio de la bruma quienes nacimos y crecimos allí a veces nos sentíamos en una extraña ciudad de otro continente de sueño.
Palacios, casas de estilo Art Decó, parques idílicos como Los Fundadores o el Olaya Herrera, el hotel Escorial y otros muchos edificios encabezados por la gigantesca catedral neogótica cuyos planes fueron preparados por el director de la escuela de Bellas Artes de París, o el Palacio de Gobernación, el de Bellas Artes, la Casa Estrada y la Estación de Ferrocarril parecían salidos de los libros de historia o las enciclopedias que llenaban las estanterías de la vieja Biblioteca Municipal situada en los bajos del edificio de la Industria Licorera de Caldas.
Vivíamos en el Parque Caldas y desde allí mamá Cleo y yo caminamos hacia el Parque Fundadores para luego bajar lentamente por escalinatas hasta la estación del tren. La ciudad era como un balcón florido y alto desde donde se veía la naturaleza desbordante de las montañas y a lo lejos la impactante presencia de nevados y volcanes que proyectaban desde sus cumbres el delicioso aire frío que rozaba nuestros rostros con efecto tonificante.
El bello edificio de la estación quedó para siempre fijado como una tarjeta postal en la retina infantil mientras el corazón palpitaba al sentir ya cerca el sonido de la locomotora y el agite de la gente que esperaba en los andenes la llegada de amigos, familiares o cargas de productos importados. Por fin, al fondo, tras cruzar el túnel, se veía llegar la máquina humeante cuyo ulular siempre impresionó a los niños de aquel tiempo. El animal metálico y rugiente venía desde el Occidente del país, cruzaba el valle del Cauca y emprendía desde Pereira y Chinchiná la impresionante subida a la capital de Caldas, situada allá arriba en el filo de la fría montaña.
El mismo ritual de la llegada a Manizales había sucedido en las estaciones de Pereira y Chinchiná, que también fueron construidas en aquella época y que por milagro aún perviven después de más de medio siglo de silencio, abandono y olvido. Envueltos en la humareda y el resoplido de los goznes y los mecanismos, la locomotora y los vagones se detenían lentamente, mientras empleados del ferrocarril daban instrucciones a los conductores o a los viajeros que bajaban con sus maletas.
Ahí venía papá risueño al ver a su esposa e hijo pequeño en el andén, con su impecable traje completo, la corbata ondeante y el sombrero Stetson y una maleta chica de cuero. Luego subimos por las escalinatas hasta el Parque Fundadores y caminamos por la carrera 23 hasta el parque Caldas y llegamos a la casa, un apartamento en el segundo piso desde donde hacía poco habíamos visto pasar el cortejo impresionante de la llegada triunfal de la Miss Universo Luz Marina Zuluaga.
Tiempo después los servicios del ferrocarril fueron desmantelados y la estación y su entorno quedaron allá abajo en total abandono y olvido, como si fuesen los vestigios de una extraña ciudad muerta e imaginaria. Los niños de la ciudad solíamos jugar ahí entre los rieles abandonados donde aun se sentía olor a aceite y humo. Deambulábamos libres por los espacios helados de la estación, donde nuestras voces provocaban ecos que saltaban de muro en muro. Había madera abandonada, clavos, basura, botellas y ropas tiradas, maleza entre los rieles. El rumbo era un sitio sin ley y peligroso.
No lejos de ahí, detrás del Teatro Fundadores, había una vieja trilladora de café que expulsaba toneladas de cisco, creando una montaña blanda que se esparcía por un precipicio donde solíamos rodar en carambolas interminables en tardes eternas de jolgorio infantil. Durante años visitar la estación de tren abandonada se convirtió en un secreto ritual al que acudíamos en los días de descanso al salir de la escuela o el colegio. También fue lugar para reuniones clandestinas o refugio para locos y pordioseros devorados por la miseria, la droga y el alcohol.
La vieja locomotora, llamada La Pichinga, estuvo allí un tiempo instalada como un monumento a la nostalgia y después fue trasladada a otro lugar. Las décadas pasaron y avenidas, edificios, túneles y puentes devoraron parques idílicos, barrios y casonas de otro tiempo cargadas de vida e historia. La modernidad arrolló con casi todo y la estación se convirtió por fortuna en universidad, un templo del saber.
El viejo edificio histórico, huella imborrable de la pujanza y ambición cultural de la ciudad, construido por la Casa Ullen Ance & Company, fue remozado y sobrevivió a la locura de sus gobernantes. Ahora el niño que fue allí alguna vez con su madre a recibir al padre entre la niebla andina, viaja por el laberinto del tiempo y escucha los ecos de las voces infantiles y el impulso magnético de aquella máquina fabulosa de fuego, hierro y humo que siempre aparecía desbocada y amenazante en la boca del túnel, después del extenuante viaje por las montañas de la cordillera.
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