Eduardo García A.

Esta semana nos dejó Rafael Vergara Navarro (1948-2022), abogado, poeta, dibujante, cineasta, gastrónomo, vitalista esencial y una de las grandes figuras del ambientalismo colombiano, quien a lo largo de su vida luchó no solo por la justicia social como militante y miembro de la dirección nacional del M-19 en tiempos de clandestinidad y antes de la firma de la paz con el gobierno, sino por la conservación de la naturaleza, especialmente en Cartagena, la ciudad donde vivió después de su retorno del exilio y donde vigilaba con celo manglares, árboles y cauces acuáticos.
Querido como un patriarca y sabio de la tribu cartagenera y costeña, tal y como lo describe en un magnífico retrato el escritor Gustavo Tatis Guerra publicado en El Universal de Cartagena, Vergara decía que el día de su partida nadie debía sentirse triste sino por el contrario hacer la fiesta. Gran fumador, el ecologista estaba afectado por efisema pulmonar terminal y debía cargar con él a donde fuera un tanque de oxígeno, pero eso no le impedía vivir cada instante como si fuera el más extraordinario y luminoso.
Cercano amigo del actual presidente colombiano Gustavo Petro, que era uno de sus discípulos y con quien compartía su pasión ecológica, Vergara fue uno de los artífices del programa del candidato en esa materia, por lo que el mandatario publicó de inmediato en su sitio una foto suya con su “amigo” y “hermano”, celebrando que pudo vivir la victoria de su ideario antes de su partida. Ahí se le ve con su barba y melena patriarcales de color blanco y los tubos que le llevaban a través de la nariz el precioso oxígeno de la vida.
Hijo rebelde del famoso senador liberal Rafael Vergara Támara, optó por comprometerse desde muy joven con los movimientos sociales en Colombia, como muchos de los de su generación, atraídos por ideas que entonces eran más que utópicas. Hubiera podido seguir el camino de tantos delfines que heredan el capital político de sus padres e inician sin esfuerzos una fácil carrera en altos cargos o puestos diplomáticos, pero él decidió arriesgar su vida en su lucha por un país mejor.
En 1979 emprendió el camino del exilio y viajó a México, donde vivió varios años y dejó gratos recuerdos entre sus amigos latinoamericanos. Tuve la fortuna de conocerlo cuando llegué a ese país desde Francia y Estados Unidos a fines de 1980 y desde el comienzo tejí con él una amistad estrecha, ya que nos unía el gusto por la literatura, el arte, las ideas, el análisis político, el cine, la buena cocina, la fiesta, en el marco de una colonia de jóvenes estudiantes, artistas, escritores y exiliados políticos de todo el continente que fueron acogidos en ese país.
La Ciudad de México era una fiesta. En esos años estaban vivas y en plena actividad en la capital mexicana muchas de las glorias de las letras y al arte latinoamericanos. Gabriel García Márquez obtenía en 1982 el Premio Nobel, Alvaro Mutis leía y creaba en su cueva de San Jerónimo, Fernando Vallejo escribía La virgen de los sicarios, Laura Restrepo, Olga Behar y decenas de talentosas profesionales mujeres colombianas ejercían su plena actividad.
En ese ambiente compartimos largas fiestas y francachelas en madrugadas al ritmo de la música y de la charla con Rafael Vergara, quien fiel al ideario del movimiento en que militaba se dedicaba con intensidad a la fiesta y a la celebración de la vida de manera inagotable y elocuente. Las colonias colombiana, argentina, chilena, brasileña, centroamericana eran enormes y todos compartíamos desde allí en medio del frenesí las noticias del mundo y el continente. Del profundo análisis político o la reflexión filosófica se pasaba al baile o a la mesa. Su mirada de águila, su vozarrón y sus carcajadas son inolvidables.
Pero “Rafa”, como lo llamábamos sus amigos, estaba siempre ahí animado por la esperanza de que Colombia encontraría tarde o temprano el camino de la paz y de la vida. Alerta a sus amigos, su casa siempre estaba abierta y su tiempo disponible. Un día se firmó la paz y él y los suyos emprendieron el camino del regreso y la legalidad en el marco de los acuerdos de paz y la Asamblea Nacional de donde salió la Constitución de 1991. Tres décadas después pudo ver a uno de sus queridos discípulos llegar a la Presidencia, aupado por una inédita oleada popular juvenil, feminista, humanista, multiétnica. Y así al fin pudo descansar y pasar a respirar en otra dimensión de la materia, guiado por la sabiduría de Heráclito.
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