Eduardo García A.


Orlando Sierra Hernández siempre está en mi memoria rodeado con un aura de alegría, inteligencia, elocuencia, risas, ocurrencias y buen humor permanentes, lejos de la pompa y la solemnidad. Pertenecíamos a la misma generación de los nacidos en la década de los cincuenta, que por razones del destino, por lo menos en lo que respecta a nuestra ciudad y región, fue diezmada antes de tiempo.
Pienso en Rodrigo Acevedo González (1955-1996), Roberto Vélez Correa (1952-2005) y Orlando Sierra Hernández (1959-2002), tres figuras de gran talento que partieron antes de tiempo, en plena juventud y capacidad creativa, dejando un enorme boquete generacional. La generación anterior goza aun de una fructífera la longevidad y las posteriores van rumbo al futuro.
Vélez Correa, narrador, filólogo y ensayista de talento velaba con generosidad por las letras de su tierra y dejó escrito el mapa de más de un siglo de creaciones realizadas por muchos escritores nativos de estas altas montañas y valles de Caldas. Rodrigo Acevedo González fue nuestro Rimbaud y dejó una obra poética excelente, pese a que desde muy joven se retiró a vivir en el mundo de sus propios fantasmas y murió apenas a los 41 años.
Orlando Sierra, quien fue recibido en la ciudad de Saint Nazaire, en el Atlántico francés, en el marco de un programa de apoyo a escritores promisorios del mundo entero, estaba trabajando en una obra a la que aplicaba los talentos de su prosa variada, ágil, sorpresiva y flexible, dotada de su propia música, pues estaba anclada en el habla popular de la región antioqueño-caldense y se abría a las experimentaciones latinoamericanas y mundiales.
La tragedia de su ruin asesinato como retaliación a su actividad periodística y sus denuncias de la corrupción local, eclipsó el lado literario e intelectual de su actividad, pues además de periodista, entrevistador y cronista era también poeta, novelista y pensador. Sería bueno que, en medio de tantos homenajes, las diversas instituciones que lamentan su muerte se comprometieran también a sacarlo del limbo ayudando a publicar sus obras completas o selectas y sus inéditos para que podamos leerlo en conjunto. Y que, de paso, para incrustarlo en el marco de su generación, también se publicaran las excelentes obras de sus contemporáneos y coterráneos idos prematuramente como él: Rodrigo Acevedo González y Roberto Vélez Correa, para que sus voces no se pierdan.
Cuando mis amigos Antonio Leiva, Roberto Vélez y Marcela Cerón me avisaron que Orlando había sido herido, yo me encontraba en Madrid y como tantos otros esperamos en silencio el milagro de su recuperación. La última vez que lo vi nos despedimos precisamente en el mismo lugar donde fue baleado por un sicario frente a la antigua sede del periódico LA PATRIA.
Cada vez que iba a Manizales nos encontrábamos para caminar por las calles hablando de tantas cosas, especialmente las literarias, compartíamos con amigos o coincidíamos en ágapes propiciados por amantes de las letras. Era una máquina de pensar y trabajar y era una delicia escucharlo hablar con su acento especial, en el que vibraban todas las cuerdas vocales de la lengua castellana transplantada a nuestras tierras.
Lo recuerdo con gran afecto y le agradezco las atenciones y la hospitalidad de cómplice en las lides literarias. Lo oigo y lo veo en este instante como si nunca se hubiese anticipado y la verdad es que para mí nunca se fue, como tampoco se fue ese otro amigo mutuo, el dramaturgo y poeta Antonio Leiva, quien me contó muchas cosas de Orlando cuando nos vimos por última vez en El punto de serpa, un bar donde libamos al calor de la literatura y el Ron viejo de Caldas.
Orlando, como todos los que tienen la gracia del talento y se hicieron a pulso ellos mismos ante los obstáculos, era único, pues tenía un habla y una prosa particulares, solo suyas y además las acompañaba con una gestualidad inolvidable. Y a todo lo que hablaba, aun de las cosas más insignificantes, le otorgaba el salero de la originalidad, la música ancestral del Cancionero antioqueño, que cuenta las ocurrencias y los relatos graciosos de los que nos precedieron en estas tierras en tiempos de arriería y colonización.
Para mi él sigue ahí entre nosotros y su leyenda, los homenajes, el nombre suyo otorgado a escuelas y bibliotecas, los bustos, las estatuas, los discursos en su honor, sin duda lo harían desternillar de risa y los convertiría en objeto de sarcasmo o de alguna columna demoledora escrita en cinco minutos en medio de las carcajadas. Pero más allá de las estatuas y las condecoraciones, qué bueno sería leer su obra selecta compuesta por poemas, novelas y crónicas maravillosas. Que vivan para siempre la alegría, la literatura y el entusiasmo de Orlando.
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