Eduardo García A.


Casi ocho décadas después del asesinato de León Trotsky (1879-1940), la vieja casona amurallada, de ventanas tapiadas y con un patio lleno de cactus, platanares y palmeras, donde reposan sus cenizas, se conserva más o menos como era cuando él residió allí con su esposa y el nieto. Desde el 21 de agosto de 1990, con motivo del cincuentenario de la muerte del líder, la casa pasó a ser administrada por la ciudad de México, luego de que hubiese sido convertida en monumento histórico desde 1982 y sede de una asociación sin ánimo de lucro donde se realizan exposiciones temporales y se reciben visitas de turistas y estudiantes.
A medida que la figura del líder ruso se diluyó en la historia después de que fue apátrida repudiado por la izquierda y la derecha, desapareció el aire fantasmal de esta fortaleza lúgubre, rodeada de garitas, altas murallas y portalones de hierro forjado donde fue asesinado, la misma que visité cuando aun residía ahí su nieto.
Después de errar siete años por Turquía, Francia y Noruega, Trotsky llegó a México el 9 de enero de 1937, gracias al asilo que le otorgó el presidente Lázaro Cárdenas, único jefe de Estado en el mundo que lo acogió cuando todas las naciones lo rechazaban. Situada en el número 45 de la calle Viena, en el tradicional y tranquilo barrio de Coyoacán, hace mucho tiempo el joven Daniel Bolado, amigo del nieto de Trotsky y quien vivía allí en los años 80 cuando la visité, reconocía que día a día aumentaban los visitantes, entre ellos muchos turistas soviéticos que dejaban estampados sus nombres en caracteres cirílicos en el libro de visitantes.
El timbre de la casa resonaba insistentemente en ese tiempo y visitantes del mundo entero entraban para observar la tumba del exjefe del Ejército Rojo, adornada por una bandera ondeante del mismo color. El joven estudiante de literatura y guía del modesto museo privado de aquellos tiempos, quien decía "no ser trotskista ni militante político", indicaba a una joven italiana la diminuta puerta de hierro que conducía al cuarto en donde dormía entonces el nieto de Trotsky.
Allí, Esteban Sieva Volkoff, hijo de Zenaida, segunda hija del primer matrimonio del prócer, presenció de niño el primer ataque dirigido por el pintor comunista mexicano David Alfaro Siqueiros, el 24 de mayo de 1940. Ráfagas de bala, cuyas huellas estaban todavía intactas en las gruesas paredes de su cuarto, salieron de tres lugares sin lograr dar en el codiciado blanco. Trotsky pudo salvarse al esconderse debajo de una mesa. El niño Sieva erraba por el patio sin saber lo que pasaba, lográndose salvar de las bombas incendiarias.
Meses más tarde, el 20 de agosto, José Ramón Mercader, amante de la secretaria de Trotsky, logró llegar a la intimidad de su víctima bajo el pretexto de mostrarle un escrito y le asestó un golpe de piolet en la cabeza. El agente de la policía secreta soviética, de 27 años e hijo de Caridad Mercader, una conocida militante comunista española, había fraguado desde antes el atentado, haciéndose amigo de los guardias y de los ayudantes y logrando la confianza de Natalia, la esposa de Trotsky, por lo que no fue cateado como todos los visitantes al entrar a la fortaleza.
Sobre la mesa de trabajo yacían sus lentes de aro, algunas de las enormes balas arrancadas a los muros, artículos de la época, grabaciones de su voz y los libros que leía Trotsky el día del atentado: "The brown book of the Hitler Terror" y la versión en francés de "El nacimiento del fascismo en Italia". Al lado y en la penumbra, se encontraba el comedor, donde en los buenos tiempos se reunía la familia con los amigos que venían de todas partes del mundo y la biblioteca con libros, revistas y periódicos.
Todo estaba intacto desde entonces cuando realicé esa visita: su esposa Natalia Sedova, quien vivió allí durante unos 15 meses, no quiso derrumbar las tapias que ocultaban las ventanas, ni las garitas, ni los muros de concreto, ni los portalones de hierro que daban a la casa un aire fantasmal. Sin embargo, cuando ya estaba cerca la reivindicación en el terreno de las leyendas del héroe bolchevique, libre ya de sus aires de réprobo demoníaco para los fieles estalinistas o para los anticomunistas, la Ciudad de México asumió la administración del museo.
Después de una larga travesía del desierto, la casa tapiada y maldita recobraba la normalidad precaria de aquellos años de antes del asesinato de Trotsky, marcados por incesantes visitas de personalidades como Diego Rivera, Frida Kahlo y André Breton, cuando reinaban allí pese a las estrictas medidas de seguridad y los muros tapiados el espíritu de la amistad, la conversación y el amor al arte y al pensamiento de los exiliados, iluminados por la presencia del brillante político y militar ruso. Todo eso de repente quedó marcado por la desgracia y la traición que trajo Mercader y aun ahora, cuando la casa es remozada y conservada, las plantas regadas, los muros y la fachada pintadas con frecuencia, se siente el peso terrible de la muerte y el terror de aquellos tiempos de guerra infernal entre ideologías a mediados del siglo pasado.
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