Eduardo García A.


Mi amigo el periodista y novelista mexicano Federico Campbell (1941-2014) murió hace un lustro a causa del virus de la gripe A (H1N1) después de un viaje literario a su tierra natal Tijuana, en la frontera con Estados Unidos, donde sus paisanos le hacían un homenaje por su larga trayectoria en el campo de las letras y el periodismo en la prestigiosa revista Proceso y otros medios.
Allí, en medio de los festejos, Federico participó en francachelas felices al calor de la literatura y la pasión por la vida, conmovido por el retorno a los lares de su infancia y adolescencia, donde vivieron y murieron sus progenitores y residían sus hermanas. Muy joven se trasladó a la Ciudad de México, donde se convirtió en un gran periodista y un reconocido hombre de letras, que tenía casa en la bella y artística colonia Condesa, llena de librerías, galerías, cantinas y restaurantes de prestigio.
Campbell escribió entre otros libros La memoria de Sciacia, La invención del poder, Transpeninsular, Tijuanenses, Pretexta y La clave Morse, que circularon ampliamente en su país. Fue corresponsal de Notimex en Nueva York, becado en Europa, a donde llegó en el barco Aurelia, y después de una fructífera estadía en Italia recorrió su país como el gran reportero que era de la más importante revista semanal mexicana, fundada y dirigida por el mítico Julio Scherer García. Como casi todos los norteños, era de una gran sencillez y excelente amigo de sus amigos. Con él no había ceremonias ni melindres de egos inflados por el hecho de escribir y pensar.
Lo veía con frecuencia en México porque además de amar a Italia y su cultura, tenía gran aprecio por Colombia y los colombianos y la aventura increíble de transterrados como Barba Jacob, García Márquez y Alvaro Mutis. Pero lo vi aun más cuando pasaba por París rumbo o de regreso a su amada Italia. En Ciudad de México, visitábamos librerías de viejo y departíamos en cafeterías y cantinas revisando los temas del mundo y los libros leídos. Y cuando estaba en París de paso se instalaba por supuesto en un hotel cerca de donde vivo, en la Place d’Italie, pues todo lo italiano le fascinaba.
En París caminábamos tardes largas por bulevares y avenidas y lo llevaba a mis rincones preferidos. Alguna vez estuvimos en una fabulosa fiesta del modisto Kenzo en Saint Germain des Prés, donde nos atendieron como reyes pues nuestro amigo y comparsa el escritor peruano Mario Wong parecía el doble de aquella estrella de la moda que celebraba algún acontecimiento de su larga y existosa carrera. Luego fuimos a una fiesta en la casa de la diva y poeta mexicana Julie Furlong. Campbell observaba todo aquello con la calma y el distanciamento que da la experiencia de haber ejercido el periodismo de investigación en un país tan maleado como el suyo o Colombia.
Cuando supe la terrible noticia de su cruce azaroso con el virus mortífero H1NI en el norte del México, su agravamiento y fallecimiento posterior en la capital mexicana, quedé bloqueado como suele ocurrir a veces cuando nos enfrentamos a los decesos sorpresivos y absurdos de nuestros seres queridos en pleno vigor y entusiasmo. Campbell tenía la sencillez de quienes lo han visto todo, como su admirado Juan Rulfo,otro de su estirpe y temple, y por eso nuestra amistad estaba marcada por la alegría de los encuentros, lejos de lo que se llama el mundo literario.
Nadie esperaba su repentino fin pues era un hombre ordenado, que cuidaba su salud, no bebía, no tenía excesos y vivía ya jubilado rodeado de libros, revisando sus papeles y sus historias en la colonia Condesa, por cuyas calles solía caminar con su esposa y cómplice la editora Carmen Gaitán. Al principio creyeron que estaba afectado por una gripe banal, pero casi un mes depués descubieron ya tardíamente que el virus H1N1 lo había atrapado y ya era tarde para salvarlo. Pasó sus últimas semanas intubado como tantas víctimas de aquel virus que causó decenas de miles de muertes en el mundo.
Su hijo único Federico Campbell Peña, que tuvo con su primera esposa la ensayista y escritora Margarita Peña, sigue su camino igual de convencido en la necesidad de los cambios del mundo. Saber que él anda por ahí igual de rebelde y preocupado como su padre por el mundo y los excesos del poder, nos consuela de su ausencia.
En La clave Morse, uno de sus libros más bellos, Federico Campbell visita la memoria de su padre, un telegrafista que ejerció en los años 30 y 40 y a través de sus sombras y tragedias retorna a los lares de su origen, que abandonó muy joven para siempre.
La desaparicón de sus progenitores, el telegrafista y la maestra de escuela, habían quedado bloqueados en su memoria como si fuera un actor exterior, pero en este libro toma el toro por los cuernos y enfrenta la historia de la familia y también las peculiaridades de la frontera mexicana norte tan rica en aristas, misterios, violencia, corrupción y tragedias.
Habla con sus hermanas de la vida familiar y descubre secretos que ignoró por su pronta partida a la capital. Al final se da cuenta que su vida como periodista semejaba a la del telegrafista de su padre. Copiar en clave morse mensajes de otros para otros. Los telegrafistas fueron en los tiempos de Marconi los webmaster de hoy. El hijo que oía el chillido de las máquinas telegráficas y después de los teletipos, sin saberlo, siguió el destino del padre. pero se liberó con la literatura.
Ahora que el coronaviris ha matado ya a más de 100.000 personas en el mundo, quería evocar la memoria y aspectos de la obra de un escritor amigo, mártir de otro virus cuando estaba en la plenitud de su creatividad, para recordar lo frágiles que somos todos los habitantes de esta tierra donde la vida se desboca a veces a tal velocidad que nos olvidamos que viajamos sin seguro en el tren del destino. Y que un microscópico virus o microbio puede silenciarnos en cualquier instante.
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