Eduardo García A.


Antes de que Monteleón fuera devorado por la mancha urbana solíamos los niños ir allí en grupo a recoger musgo para los pesebres de Navidad y nos quedábamos largas horas explorando la selva templada que parecía la melena del felino y era sin duda nuestro secreto oculto y mejor conservado. Parece mentira en estos tiempos en que nadie puede andar solo por la montaña o la calle sin correr el riesgo de ser agredido, que una banda de chicuelos pudiéramos andar solos sin el cuidado de los adultos, bajar por las calles corriendo con nuestras ruedas de caucho hasta el Puente de Olivares y después emprender la subida por las faldas tersas de la montaña, que vista desde lejos se convertía en la rugiente fiera sentada.
Casi como si estuviéramos en el pleistoceno palpábamos las nervaduras de los helechos y las cortezas de los árboles, las enormes, medianas y pequeñas y variadas hojas de la riquísima vegetación templada de la cordillera y nos internábamos en la penumbra bajo los copos de los altos árboles de yarumo, bajo los cuales se albergaba una variada fauna de insectos, gusanos, reptiles, camaleones, hormigas, lagartijas y todo tipo de libélulas y colibríes y pájaros sin fin que nos daban conciertos interminables.
De repente aparecían grandes aves maravillosas de plumaje rojo, verde y rosa, largas extremidades de grullas y cisnes con picos de elegancia sinigual o loros y guacamayas o pavos reales imaginarios que surgían de nuestros delirios. Aquella selva aun cargaba la autenticidad de los viejos tiempos en que existieron los dinosaurios, el Ave Roc y otras especies extinguidas que poblaron también esta corteza terráquea en tiempos de la gran Pangea. Al interior del bosque fluían riachuelos de agua cristalina donde mojábamos nuestros pies mientras observábamos diminutos peces de diversos colores, zabaletas o renacuajos agitados ante la llegada de los intrusos, mientras zumbaban los cucarrones o las chicharras.
Por lo regular nos íbamos de aventura una decena de niños vecinos que pasábamos parte de la mañana y la tarde perdidos entre la melena boscosa del León de Manizales. No había allí adulto alguno y nuestro reino se regía por las reglas y los códigos de la genial infancia que siempre pervive entre nosotros como el rastro de la sinfonía de la existencia. Permanecíamos allí imaginándonos historias de brujas como las de Hansel y Gretel o de Caperucita y en tiempos de Navidad recolectábamos el musgo y tocábamos con las manos líquenes y hongos escondidos entre troncos caídos sobre un tapiz de hojas yertas y húmedas de yarumo.
El pensamiento en la infancia es un delirio que gira con la agilidad de las formas caleidoscópicas y viaja a la velocidad de la luz por los aires cuando se aproxima la llovizna. A veces evitábamos árboles que tenían fama de crear alergias en algunos de nosotros y cuya agresividad era solo una forma de defenderse de los intrusos que irrumpíamos en su reino secreto y milenario. Porque los árboles se comunican entre ellos para anunciar los peligros y las amenazas. Pueden lanzar aromas tóxicos o secretar líquidos urticantes. Ya una vez a salvo de aquellos árboles iracundos o incómodos por nuestra presencia reposábamos junto a otras plantas cuando aparecía el radiante sol de la tarde inundando todo de claridad y júbilo.
La naturaleza era nuestro reino y cuando ya la tarde avanzaba preparábamos los atados de musgo y emprendíamos el regreso antes de que llegara el lento y prematuro crepúsculo de las zonas tórridas ecuatoriales. El tiempo pasaba rápido y hacia las cuatro o cinco de la tarde regresábamos a nuestra cuadra o manzana, donde alguna de las madres nos recibía para agasajarnos y que se alternaban cada vez que regresábamos enriquecidos por las aventuras del inolvidable viaje al Monteleón.
Chocolate caliente con leche, tostadas, pan, pasteles, jugo de guanábana o lulo se explayaban sobre las largas mesas de madera alrededor de la cuales nos sentábamos a seguir la tertulia infantil que duraba un rato y después se dispersaba como por encanto. Luego venía la noche y permanecía en nuestras pieles el rastro y el aroma de la vegetación visitada, cuyos encantos ingresaban directo a los sueños venideros. Antes de dormir la imaginación volaba por los espacios infinitos del cosmos y se adentraba a la Vía Láctea donde el planeta Tierra es solo un grano de arena entre cientos de miles de millones de astros.
Monteleón siempre inspiró nuestros sueños y nos ensenó desde muy temprano la maravilla y el milagro de la naturaleza. Desde esas alturas observábamos la ciudad encaramada al otro lado sobre vertientes de una vieja montaña que hace siglos estuvo poblada por los indígenas quimbayas, quienes después de ser exterminados solo dejaron el rastro de sus entierros y los fuegos fatuos surgidos de sus tumbas llenas de oro, huesos, vasijas, narigueras, máscaras, anillos, collares.
En esos largos sueños nocturnos aparecían aquellos habitantes prehispánicos que se vestían de oro y brillaban desde lo alto de Monteleón cuando danzaban u oficiaban sus ritos. En los meandros del bosque uno sentía sus pasos y el sonido de los cascabeles o los flautines de cerámica. Sus pasos flotaban sobre la maleza y el mar de hojas de yarumo. De los arroyos emanaba el cántico del agua capaz de hacernos volar por el tiempo hasta la era de los dinosaurios y los pterodáctilos.
El Monteleón quedó para siempre dentro de nosotros. A donde quiera que viajemos, en las alturas de los Alpes o los Pirineos, en las vertientes del Himalaya en Nepal, China o la India, junto al Lago Tahoe de California o el Lago di Garda en Italia o el Lago Künigsee de Bavaria, él siempre nos acompaña a todos los aventureros que lo visitamos con amor en la infancia, irrigándonos de poesía y música, de silencio y optimismo. Helechos, musgo, líquenes, libélulas, colibríes, luciérnagas salen a nuestro paso allí donde vayamos solos o acompañados, de noche o de día, por los senderos de la vida y el tiempo.
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