Eduardo García A.


Eso ocurrió hace mucho tiempo, antes de los Acuerdos de paz de Esquipulas de 1986 y 1987 y de Oslo en 1990, que condujeron a la relativa paz en Centroamérica. El bus tardaba en llegar a las afueras de la ciudad de Guatemala y emprender el camino hacia Antigua, la vieja y legendaria capital del país maya. Las calles de los arrabales estaban patrulladas por policías vestidos de azul, como si esperaran algún acto terrorista, se persiguiera a un grupo parapetado o simplemente se esgrimiera una presencia ominosa en barrios que podían alzarse.
Desde el bus, por las vidrieras empolvadas se observaban calles polvorientas y barrancos que daban a viejas y deterioradas casas de bahareque con ventanas y puertas de madera pintadas de azul. Hubo demora también por la riña que se presentó entre dos conductores de bus que peleaban por los pasajeros eventuales. El chofer del autobús en el que iban los viajeros luchó durante varias cuadras con el otro, tomando la delantera, poco después de sortear con éxito la colisión que intentaba provocar su colega. Pero hubo un momento de furia cuando el otro chofer se acercó con una varilla de hierro y empezó a golpear la carrocería. Al fin detuvieron al exacerbado y lo invitaron a tranquilizarse, después de lo cual volvió otra vez a arrancar despacio, para adentrarse en la carretera hacia Antigua, a donde llegaron una hora más tarde.
Hacía frío y todo estaba cubierto de nubes. Las casonas de piedra parecían en realidad sobrevivir a un lapso centenario. Los musgos crecían junto a los portones y en la explanada cercana al mercado de artesanías se notaba que Antigua no era una ciudad, un pueblo deleznable, sino un lugar cargado de fuerzas centenarias, como la ruina viviente de un emporio secreto. Nunca había sentido algo parecido. Al caminar por las calles empedradas, al sentarse en una venta de hamburguesas con Coca-Cola, cruzar un parque, comprar tarjetas postales y cambiar dólares en un banco que funcionaba en una vieja casona, no se podía evitar la sensación de estar en un terreno clásico cubierto por el musgo.
La muerte rondaba por todas partes. En el mercado, donde nadie se veía contento por la falta de clientes, las vendedoras decían que ya los negocios no prosperaban, y que solo algunos europeos o gringos “invisibles” —invisibles porque ellos ni entendían ni eran víctimas de lo que pasaba allí—— caían de vez en cuando y huían de los guías desempleados, que como mendigos de Calcuta los perseguían por algunas monedas, hasta llegar al mercado, donde compraban productos de cuero o camisas bordadas con colores exóticos.
Las montañas lejanas se veían a través de un extraño difumino azulverdoso: pinceladas de un mago en el horizonte sin límites, nublado, friolento, aplastado por la grisácea aspereza del aire. Antigua cargaba su nombre como una maldición y fue tal la lobreguez del ambiente que regresé en el mismo bus destartalado.
Salí a dar un paseo por la inmensa plaza central de la Ciudad de Guatemala, adornada por el palacio Presidencial y la Catedral, frente a la que vendían deliciosos tamales humeantes. Luego fui al concierto de Flash Back y Terracota que se presentaban esa noche en el Teatro de las Bellas Artes, para cumplir la cita con un enviado de una organización revolucionaria de las montañas del Quiché, al que debía entregar unos documentos. Había una larga fila para entrar al Teatro por un zaguán empolvado y lúgubre que daba al inmenso recinto de butacas de madera, de paredes mustias, como si en los últimos treinta años a nadie se le hubiera ocurrido hacerle un retoque.
Observé a la gente joven, a los niños bien de Ciudad de Guatemala comiendo hamburguesas mientras se iniciaba el espectáculo. Entre todo se destacaban aquellos muchachos que abrazaban a alguna rubia de rancho, de esas que pululan como reinas en ciudades de indios. Prepotentes, vestidas a la americana, pero con atuendos de mal gusto, las chicas rubias eran observadas por todo el público del Teatro como si fueran sirenas míticas caídas en medio de una galera. Como no podía hablar con nadie, tuve tiempo de sentir desazón por el terrible ambiente. Al final del espectáculo sería abordado, me habían dicho, por un hombre de chaqueta de cuero café y paliacate rojo, con un anillo dorado con rubí.
El espectáculo era digno de una película de Drácula. Los conjuntos de rock brincaban al lado de unos hongos de cartón mal dibujados, fosforescentes, de tamaño natural. Cuando después de interpretar una canción se encendían las luces, se veía caer polillas desde el techo hasta el horrendo escenario. Luego aparecía Leonel Flores, el ídolo de la juventud, y presentaba a un flautista californiano, vestido con una camisa estrafalaria llena de flores. Al terminar la función me dirigí con lentitud hacia la salida. Al principio no vi a nadie, sino a una masa de público que se alejaba silenciosa en la penumbra crepuscular de la Avenida sexta.
El hombre a quien debía entregar los documentos no aparecía. Algunos de los miembros del conjunto de rock conversaban con animación. De repente observé como una motocicleta pasaba por la esquina y desde ella un sicario disparaba contra un individuo, que se desplomó de inmediato. Un reguero de sangre explotó sobre la calle. La tarde moribunda, sanguinolenta, violeta, caía sobre la ciudad, mientras lívidos y temblorosos todos nos alejábamos del sitio del crimen, diluidos entre la sombría masa de transeúntes aterrorizados. Hace tanto ocurrió eso en tiempos de la guerra entre el ejército y los guerrilleros guatemaltecos, que ya no sé si se trató de un hecho real o de un delirio provocado por la fatiga y la incertidumbre.
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