Eduardo García A.


En este 2017 se celebra el centenario de la Revolución Rusa, acontecimiento que marcó de manera profunda al mundo en el siglo XX y ahora es motivo de revisión y estudio por historiadores, politólogos y todo tipo de científicos sociales y analistas que tratan de desentrañar lo ocurrido. Para muchos de nosotros, latinoamericanos nacidos medio siglo después de los hechos, la mitología del acontecimiento encarnada en figuras de leyenda cono Vladimir Ilich Lenin y Leon Trotsky, irrumpió en nuestras vidas adolescentes, cuando en el continente varias generaciones iluminadas trataban de emular a riesgo de sus vidas la gesta en las alturas de los Andes, los llanos y las ciudades que crecían como champiñones, pobladas de tugurios donde se entasaban inmigrantes de campos y pueblos.
Ya antes, en la primera mitad del siglo, la Revolución Rusa había acaparado el pensamiento y la acción de europeos, asiáticos y africanos, que actuaban en sus países desde la perspectiva de esa posibilidad y discutían en pro y en contra de ese ideario, consistente en hacer de todo el mundo el lugar donde se cantase el himno del proletariado, La internacional. Para los admiradores de los bolcheviques, se trataba de hacer desaparecer las fronteras de los países y hacer del mundo todo un solo espacio donde la dictadura del proletariado se impondría sobre burguesías y noblezas remanentes del pasado, para imponer la felicidad obligatoria. En todo el mundo se fundaron partidos comunistas o socialistas que respondían a las orientaciones lanzadas desde Moscú, donde ya desde los años 30 la revolución se había solidificado bajo el mando del llamado Padre de los pueblos, Joseph Stalin, georgiano que con mano dura industrializó el país, amplió el dominio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y sus aliados en todos los continentes.
La gesta del Ejército Rojo de Stalin en la contribución a la derrota de Hitler y el nazismo y su llegada a Berlín, donde izó la bandera del Kremlin después de una cruenta guerra y el pacto tácito de no agresión con Estados Unidos sobre el que se fundó la Guerra Fría, dio cartas credenciales a la URSS para garantizar el dominio de la mitad del mundo y ampliar de manera fenomenal su influencia ideológica a través de una activa propaganda difundida en todas las lenguas. Desde Rusia se pilotearon revoluciones en el mundo entero, como la ocurrida en China en 1949 al mando de Mao TseTung y Chou En Lai y Stalin moriría de viejo en 1953 como un papa odiado y admirado a la vez por cientos de millones de habitantes del planeta. Antes de que se descubriera el Gulag y el sistema totalitario que imperó allí, relatado por el escritor disidente Alexánder Soljenitzin, la URSS era admirada por sus enormes progresos. Basta visitar Moscú y observar las obras hechas bajo el largo gobierno de Stalin para entender el poder de ese imperio soviético que mantuvo en orden bajo su bota una gran cantidad de países asiáticos, mediorientales y africanos que hoy se destrozan en guerras interminables y en éxodos bíblicos.
La propaganda de ese imperio se basaba en la idealización de esos personajes, en especial Lenin, cuya obra era editada en millones de ejemplares y leída como textos sagrados por los seguidores en el mundo entero. Sin embargo, Lenin, que murió joven a los 54 años luego de una larga enfermedad que lo postró, tuvo poca oportunidad de gobernar efectivamente. Si gobernó fue solo a través de las estatuas, imágenes, inmensos cuadros e historias sobre su inteligencia, proezas y milagros, lanzados de manera permanente por las oficinas del Kremlin encargadas de esparcir sus ideas. Allí se le veía conversando con campesinos y obreros, en la tribuna pronunciando discursos y en las imágenes filmadas donde en blanco y negro aparecía ágil y alerta en sus primeras y cortas acciones como jefe de Estado.
Todos conocimos su vida, origen, infancia, adolescencia, estudios, exilios en Suiza, París, Berlín y Londres, empezamos a compartir con su abnegada viuda la camarada Krupskaia, conocimos sus amigos y leímos sus libros como el famoso Qué hacer y el infumable Materialismo y empiriocriticismo, entre otras muchas otras colecciones de trabajos y documentos pesados estudiados en los congresos del partido, el PCUS. Y así entendimos que la Revolución Rusa se basaba en el progreso, la industrialización,el colectivismo agrario, la difusión generalizada de la electricidad y los transportes y la lucha permanente contra el Ejército blanco de los enemigos que asediaban en las estepas y buscaban restaurar el zarismo, vengar la ejecución del zar Nicolás II y su familia y recuperar los privilegios de la perseguida iglesia ortodoxa.
Miles de jóvenes del mundo fueron a estudiar a la Universidad Patricio Lumumba o en las capitales de los países satélites como Berlín Oriental, Varsovia, Bucarest, Praga y otras más. En cada país las embajadas soviéticas difundían la cultura de la URSS, el cine, la música, la literatura comprometida de Gorki y Ostrovsky y los innegables avances científicos y en materia espacial, como el viaje de Yuri Gagarin alrededor de la tierra y las proezas de las nave Soyuz. Tiempos lejanos aquellos de un mundo idílico desaparecido después del derrumbe de la URSS y la caída del Muro de Berlín y la lenta decadencia de un gran imperio bajo el mando del ingenuo Mijail Gorbachov y del borrachín Boris Yeltsin, la ruina del Ejército y la marina, males todos ellos que han sido vengados ahora por el nuevo zar Valdimir Putin, bajo cuyo mano autoritaria Rusia vuelve a contar entre los grandes del mundo y es protagonista de una nueva Guerra Fría.
Pero ya no es Lenin el héroe principal sino Stalin, el padre de la patria que renace desde sus cenizas para insuflar fuerza a Rusia a través de Putin, enfrentar el nuevo polvorín y las nuevas incertidumbres de un mundo sin brújula, amenazado por las guerras de religión. La pobre momia incómoda de Lenin en el Kremlin yace abandonada con su color cobrizo y sus modestos traje y corbata, mientras el vigoroso Putin lanza sus ejércitos a Crimea y Siria y planta cara a un Occidente sin cabeza visible y aun aturdido por la llegada de un payaso loco a la Casa Blanca.
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