En las actuales circunstancias del mundo, con grandes afectaciones a los sistemas naturales y sociales como la deforestación, el cambio climático, las migraciones forzadas e intervenciones bélicas sin resolver que pueden llegar a destruir la vida como hoy se conoce, conviene revisar diferentes soluciones teóricas propuestas desde diversos campos de la ciencia, pero ignoradas por quienes toman grandes decisiones de alcance planetario.
Una de ellas se funda en el concepto del “Bien común” acuñado por Tomas de Aquino (siglo XIII) e incorporado en el análisis económico durante el siglo XX, especialmente por Christian Felber y Jean Tirol, con la denominación de “economía del bien común”, cuyos principios son la dignidad humana, la solidaridad, la justicia social, la sostenibilidad, la transparencia y la participación democrática, y está dirigido a proporcionar mayor felicidad a los seres humanos. En este contexto, el producto interno bruto (PIB) como indicador típico de la economía de las naciones y los estados financieros de las organizaciones es considerado insuficiente. En su lugar, la economía del bien común propone medir la riqueza de un territorio incluyendo indicadores de carácter social y ambiental como la cohesión social, la solidaridad, la participación, la calidad de la democracia, la política medioambiental, el justo reparto de los beneficios y la igualdad de género, en lo que se ha denominado el “Producto del Bien Común”. Desde el punto de vista de las organizaciones, su éxito no depende solo de la obtención de beneficios económicos y financieros para los propietarios, sino también de su benéfico impacto social y ambiental.
El modelo de la economía del bien común es cercano a las propuestas de los pioneros del cooperativismo de Rochdale (1844), movimiento que valora a las personas por encima del capital y destaca el papel de la participación directa y la cooperación como capacidades clave en el desarrollo de las organizaciones. Destaca que la cooperación ha de primar sobre la competencia en el comportamiento de las empresas, incluyendo la participación democrática como uno de los valores que se deben fortalecer. La democracia en las organizaciones del bien común se concreta en las personas empleadas y los clientes como dos de los grupos de interés fundamentales. En ambos casos, la democracia participativa se traduce en una participación activa y directa en la toma de decisiones, uno de los principios cooperativos.
Al anterior modelo ha de añadírsele hoy el valor de la sostenibilidad de las organizaciones y del entorno en el que realizan su actividad, que contempla una triple dimensión de su negocio: económica, social y ecológica o medioambiental, conocido como triple balance o, triple resultado. El enfoque del desarrollo sostenible se basa en el equilibrio de las tres dimensiones. Entre los indicadores del modelo resultante se destacan: a) la sostenibilidad de la cadena de suministro que implica el análisis de los impactos ambientales negativos de cada producto o servicio, compra de las opciones más sostenibles y porcentaje de productos o servicios que son sostenibles; b) la sostenibilidad financiera, que incluye inversiones socialmente responsables y sostenibles; c) la promoción de la sostenibilidad entre las personas empleadas que involucra medidas de promoción de la conciencia y formación ambiental, porcentaje de alimentación ecológica y uso de medios de transporte ecológicos, d) el uso y la gestión de residuos, por medio de la medición de los impactos negativos y aplicación de medidas para reducirlos y, e) medición de impactos negativos sobre la sociedad teniendo como base las necesidades que se cubren, solución a problemas sociales y ambientales y grado de satisfacción que generan los productos o servicios. Quizás este sea el medio para enderezar los rumbos tortuosos que parecen seguir las sociedades humanas actuales.
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