Van 47 masacres en Colombia este año. Esta cifra seguramente se actualizará pronto y quizás ya sea un dato viejo el día que se publique esta columna. La lamentable certeza de saber que sucederá una nueva matanza, habla mucho del ritmo e intensidad de una violencia que se resiste a envejecer y a pasar al olvido.
En el documental No hubo tiempo para la tristeza (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013), las voces de campesinos, afros, indígenas, trabajadoras y habitantes de la periferia colombiana, nos cuentan cómo el conflicto armado se convirtió en un componente permanente de la vida de millones de personas. Los relatos de víctimas de La Chorrera, Bojayá, San Carlos, las orillas del río Carare, Valle Encantado y Medellín, que son similares a los de las víctimas de Segovia, Mapiripán, Juradó, Samaniego, Mampuján, El Salado, Arboleda y un largo listado de poblaciones, dan cuenta de los efectos de la persistencia y magnitud del conflicto armado: se han desmembrado poblaciones enteras, se han roto de forma irreparable vínculos familiares, se han desplazado comunidades, se han destruido planes de vida y, también, se ha perdido la fe y la confianza en el Estado, en las instituciones y en la humanidad.
Las voces de las víctimas, conocidas y reconocidas desde hace pocos años, han ayudado a construir la memoria de una guerra persistente, inmanente, siempre viva. Si en los relatos de La violencia en Colombia, el libro de Fals Borda, monseñor Guzmán Campos y Germán Guzmán, ya se narraban las crónicas de los hijos de la violencia, hoy tenemos que confirmar que la historia actual está siendo escrita por los bisnietos de este fenómeno. Y sucede así porque, como lo cuenta María Zabala, campesina cordobesa, que junto a otras 80 mujeres resistieron el reclutamiento forzoso de sus hijos por parte de los paramilitares, “mucha gente no quiere que la guerra se acabe”.
El sistema político y económico que han montado ciertas élites -y en medio de un conflicto de más de 6 décadas, se configuran y refuerzan muchas- ha descansado en la violencia. A ella acuden siempre que sus privilegios están en riesgo y cada que la verdad asoma y amenaza con esclarecer causas, consecuencias y determinadores. En Colombia, a diferencia de otras guerras prolongadas, la multiplicidad de actores es apabullante. Por igual, paramilitares, guerrillas, Ejército, Policía, agentes de inteligencia, políticos, gobernantes, sicarios y narcos, han empleado un repertorio de modalidades violentas, que van desde ponerle bombas a animales, pasando por decapitar personas y sacarles el corazón, hasta jugar fútbol con cráneos de personas recién asesinadas. El conflicto armado, como un gran leviatán inhumano y destructor, ha impulsado una creatividad perversa, una inventiva macabra, una racionalidad del terror.
Y una de las razones por las que no termina esta balacera es porque en su sustancia siempre ha estado la negación de lo diverso, de lo plural, de lo otro, de lo diferente. La guerra es la antítesis de la democracia, es su negación y en ella se han ahogado y perdido las voces de quienes han reclamado justicia, apertura de espacios políticos, tierras, derechos y soberanía. Como recuerda el historiador Eric Hobsbawm, en Colombia, contrario a otros países, “los grupos no se armaron para democratizar la tierra y la riqueza, sino para concentrarlas”. De allí, que no podamos sostener la careta democrática de un país en el que no se garantizan los derechos, crece exponencialmente la desigualdad y se toman decisiones pensando en el bienestar de potencias foráneas, y en el que se han producido casi 6 millones de desplazados, más de 260.000 asesinados, más de 80.000 desaparecidos, casi 40.000 secuestrados y más de 4.000 masacres.
Muchas de las víctimas relatan que no tuvieron tiempo para la tristeza debido a la urgencia por sobrevivir a las violencias que siguieron afrontando. Necesitamos idear y construir un país en el que haya tiempo para sobrellevar las penas, para afrontar el duelo, para construir colectivamente la memoria, pero sobre todo, en el que podamos superar una violencia que ya merece marchitarse y pasar a mejor vida.
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