No tomó a nadie por sorpresa la decisión de la Fiscalía General de la Nación de solicitar la preclusión del proceso en contra de Álvaro Uribe por manipulación de testigos y fraude procesal. Lo sorprendente hubiera sido que una institución con un 65% de desfavorabilidad (Invamer, 2021), sin independencia y comandada por un personaje abiertamente uribista y amigo entrañable del presidente actual, hubiera formulado una acusación.
En El Príncipe, un tratado magistral para instruir a la realeza del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo señala las características esenciales que debían adoptar los gobernantes a fin de mantener su poderío. De acuerdo a Maquiavelo, en aras de vencer y conservar el poder, los gobernantes están legitimados para utilizar los medios que les sean necesarios, lo que incluye mentir, incumplir promesas, “parecer grande e ilustre en cada uno de sus actos” y utilizar la violencia cuando lo consideren oportuno. Esta exaltación de la viveza era destacada por el diplomático italiano, ya que consideraba que “son precisamente los príncipes que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas”.
Precisamente bajo este espíritu, según el cual el fin justifica los medios, las actuaciones de Uribe Vélez en este caso, así como las de toda su vida pública, le han garantizado una impunidad parcial. Contradiciendo un trino suyo de 2018, en el que señalaba que no se iría al Senado para eludir la acción de la Corte Suprema, luego de ser enviado a prisión domiciliaria debido al alto riesgo de obstrucción a la justicia, Uribe presentó su renuncia al Congreso.
Esta jugadita le dio la posibilidad de cambiar de juez y le devolvió la confianza para vociferar sistemáticamente en medios y redes que la corte era mafiosa, que magistrados y jueces tenían un pacto para ponerlo en prisión y que lo que había contra él no era un proceso iniciado por él mismo, el cual se le devolvió como un boomerang gracias a las pruebas de su manipulación a testigos, sino un complot orquestado en La Habana entre las Farc, el castrochavismo, el comunismo internacional y el nuevo orden mundial.
Desde entonces, Uribe se ha dedicado a fustigar a la justicia, a irrespetar la división de poderes y a proclamar que está dispuesto a “hacer invivible la república”, en palabras de Laureano Gómez. Sin embargo, y pese al poder que aún ostenta, Uribe Vélez está lejos de dejar de ser cuestionado y acusado, ya que la rama judicial, el medio político y la ciudadanía difícilmente olvidarán y dejarán de pedir justicia en este y otros casos más graves, como los 6.402 falsos positivos, el negociado de Agro Ingreso Seguro, las chuzadas y seguimientos ilícitos a la oposición y la compra de la reelección presidencial de 2006, entre otros.
Paradójicamente, mientras a nivel global se lucha por obtener la inmunidad contra un virus que paralizó al mundo, algunos, presos en sus sombras porque creen que su legado es incontestable y consideran que sus culpas deben ser perdonadas, no batallan por grandes gestas colectivas, sino por evitar la justicia y la verdad, y por mantener una imagen de grandeza en medio de acusaciones cada vez más serias y masivas.
Muchas cosas tendrán que cambiar en la democracia colombiana, empezando por la forma de elegir a los fiscales, la manera de asegurar la división de poderes y los mecanismos para evitar que los congresistas elijan su juez, para que personajes que han utilizado todos los medios para proteger sus intereses y privilegios, no logren una impunidad de rebaño.
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