94 tiros disparó la Policía contra las personas que protestaban en el barrio Verbenal de Bogotá la noche del 9 de septiembre, según el portal Cero Setenta. En la reconstrucción de los videos que hizo La Silla Vacía (https://bit.ly/2SlQDMU), se probó la relación directa entre el momento en el que los agentes dispararon y el instante en que tres jóvenes -Jaider, Andrés Felipe y Cristián- fueron asesinados en ese sector.
En las noches del 9 y el 10 de septiembre fueron asesinadas 14 personas que habían salido a manifestarse precisamente contra el abuso policial, motivados por la tortura y asesinato de Javier Ordóñez en un CAI de la capital. Esto ubica a esta masacre como la más grave entre las 64 que se han cometido en Colombia en 2020.
En una democracia sana, el hecho de que uniformados disparen y asesinen a civiles desarmados, generaría un cataclismo institucional, provocaría la desvinculación de la cúpula policial, motivaría la renuncia del ministro de Defensa y produciría un profundo dolor y deshonra en los funcionarios encargados de velar por los derechos de la ciudadanía.
Por el contrario, en una democracia descompuesta como la nuestra, Duque y Trujillo, convertidos en embajadores plenipotenciarios de una derecha cada vez más radical y virulenta, han dejado claro por todos los medios que no se despedirá a nadie, que no habrá reformas en la Policía y que la verdad, las solicitudes genuinas de perdón y la reparación no serán buscadas ni facilitadas por este Gobierno.
Estamos ante un momento inédito en la República: el presidente y el ministro de Defensa han confesado públicamente que les interesa mantener una autoridad sin legitimidad. Esa falta de humildad y empatía con las víctimas y el cerramiento de filas en torno a los privilegiados, reafirman lo dicho por William Ospina: “Nunca se ha visto nada más servicial con los poderosos y más crecido con los humildes que el Estado colombiano.”.
Por eso hablar nuevamente de manzanas podridas, no solo resulta poco novedoso y un insulto a la inteligencia, también una estrategia para garantizar que las culpas se descargarán en funcionarios de bajo rango, que las responsabilidades políticas no se asumirán y que el estado de cosas institucional continuará de la misma manera.
Y no es extraño que existan tan pocos esfuerzos para realizar reformas. Iniciarlos implicaría transformar una estructura que, pese a estar descompuesta, o gracias a ello, ha sido funcional a los intereses de una casta históricamente privilegiada en términos económicos y políticos. Como señala Rodrigo Uprimny, el déficit democrático del país es estructural ya que, no obstante mantenerse la división de poderes y el estado de derecho, esto “no se ha traducido en una mayor democratización de la sociedad colombiana, sino que, al contrario, ha propiciado un desarrollo excluyente, en donde, el dominio de la oligarquía se ha establecido más sólidamente que en otras partes”.
La matanza de septiembre y la reacción de Duque y el Gobierno nacional, demuestra que la democracia en Colombia está por construirse. El régimen en el que sobrevivimos, cada vez más autoritario, sigue sin cumplir las dos promesas esenciales de la democracia: dar dignidad a los ciudadanos porque su voz es tenida en cuenta y brindar efectos materiales importantes como la prosperidad, la equidad, la paz y la estabilidad.
No se trata de un par de policías desviados de su misión, ni de un grupo de políticos que equivocaron el rumbo o de un gobernante “desconectado” de la realidad. La crisis actual se trata de una democracia viciada y dominada por la corrupción, la cual solo podrá ser salvada por quienes hoy son despreciados y eliminados por el poder: los ciudadanos.
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