En 1978, la Primera Ministra británica Margaret Thatcher aseguró que la pobreza era un defecto de la personalidad. Lejos de ser una opinión desafortunada, las declaraciones de Thatcher han orientado el diseño y la ejecución de gran parte de las políticas contra la pobreza en las últimas décadas y han sido el sustrato de las concepciones que asumen que los pobres son culpables de su situación.
En definitiva, la forma en que se percibe la pobreza es clave en las acciones que se adelantan para lograr su erradicación, debido a que, como lo plantea la filósofa Adela Cortina, una cosa es proteger a los pobres, asegurándoles instrumentos para sobrevivir, y otra, es impulsar su promoción, dándoles herramientas para que salgan de esa situación.
Un instrumento clave para la superación de la pobreza, pero también para ampliar las libertades y la autonomía de las personas y las comunidades, es la Renta Básica Universal. La RBU es un ingreso asignado universalmente por el Estado a todos los ciudadanos, solo por el hecho de serlo. Es un piso financiero que, tal y como lo ilustra la abogada chilena Carmen Espinosa, permite garantizar el derecho a la existencia.
A diferencia de la mayoría de programas de subsidios que conocemos, para acceder a la RBU no se necesita estar desempleado o demostrar cada cierto tiempo que se es pobre o pobrísimo. En contraste con la focalización y la insuficiencia de las transferencias monetarias actuales, además de su pesada carga burocrática y la facilidad para que se den fenómenos de clientelismo y corrupción, al ser básica y universal, la RBU se constituye en un ingreso suficiente y digno, ayuda a simplificar los procesos administrativos y libera de estigmas sociales a sus beneficiarios.
Pese a que la discusión sobre la RBU puede parecer novedosa, hay un buen repositorio de estudios y pruebas que demuestran su efectividad. Sus orígenes teóricos se remontan al siglo XVI, cuando Tomás Moro propuso asignar un ingreso a todos los habitantes de Inglaterra, a fin de evitar la pobreza, y sus referentes prácticos se ubican en el siglo XIX, cuando se ejecutó en el poblado inglés de Speenhamland, con resultados muy positivos.
Entre 1974-1978, en Dauphin, un pequeño pueblo de Canadá, se puso en ejecución la RBU, lapso en el que se erradicó la pobreza, se mejoró el comportamiento académico de los estudiantes, descendieron las tasas de hospitalización, disminuyó la violencia doméstica y la gente no renunció a sus trabajos. Asimismo, pruebas recientes con grupos de personas en Finlandia, Canadá, Brasil, Kenia y Estados Unidos, demuestran que la RBU fortalece el consumo y los mercados locales, elimina el sentimiento de estigma entre la población más vulnerable y promueve sociedades más equitativas. Además, los beneficiarios pocas veces dejan de trabajar o buscar empleo, aunque las condiciones de negociación de sus condiciones laborales mejoran al tener un piso económico asegurado.
Los recursos para financiar este programa deben provenir de reformas tributarias profundas -con énfasis en el establecimiento de impuestos a los patrimonios elevados-, la racionalización de las asignaciones públicas y la reformulación de los programas relacionados con la pobreza y el desarrollo. En el fondo, este sería el menor de los obstáculos, ya que como lo plantea Mauricio Uribe en una columna sobre este tema, “en una sociedad tan desigual, el problema no es de escasez sino de distribución”.
La RBU, a pesar de ser un mecanismo poderoso para erradicar la pobreza y generar certezas en un mundo plagado de incertidumbres, no es una medida mágica. Es un instrumento que debe complementar y ayudar a fortalecer sistemas robustos de seguridad social, políticas que aseguren derechos y democracias sólidas.
Quizás la RBU hoy sea una utopía, pero esas quimeras son las que han hecho caminar y avanzar a la humanidad con la esperanza de encontrar y generar más justicia y equidad. Después de todo, en un mundo tan desigual, no queda otra opción que seguir caminando hacia la utopía.
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