Que un neofascista mentiroso haya perdido las elecciones presidenciales en Estados Unidos es un respiro para ese país y para el mundo. La derrota de Trump le quita aire a aquellos que promueven las políticas de la muerte y la exclusión, y deja en una semiorfandad a los que impulsan el supremacismo racial, la misoginia, la xenofobia, el machismo y el elitismo.
Alegrarnos por esa victoria, no implica desconocer que lo que se viene para ese país y para el mundo no será necesariamente una transformación. Pese a lograr una victoria holgada bajo la promesa de gobernar con valores opuestos a los impuestos desde la Casa Blanca durante los últimos 4 años, posicionar referentes distintos a los del depuesto presidente y recibir un impulso determinante de las fuerzas progresistas de la política norteamericana, Biden, Harris y el Partido Demócrata están lejos de significar cambio o esperanza. Ganaron en gran medida por no ser Trump: ni más, ni menos que eso.
El politólogo británico David Runciman ha señalado que la llegada del magnate a la Presidencia en 2016 no representó la muerte de la democracia, “pero si fue un buen momento para empezar a pensar en lo que el fin de la democracia podría significar”. Según el académico, la democracia viene dando señales de desquiciamiento desde hace décadas, y sostiene que esto se debe a una crisis de madurez, lo cual puede implicar, como toda crisis, una reflexión profunda y el fortalecimiento de este sistema, o puede convertirse en un evento desastroso e incluso mortal.
Parte del éxito de Trump, el Brexit, Bolsonaro, Duque y otros políticos y fenómenos que han aprovechado el potencial electoral de la posverdad, las noticias falsas y otros mecanismos prefascistas, se debe a lo compleja, lejana y artificial que resulta la democracia para la gente. Según Runciman: “El problema para la democracia del siglo XXI es que sus virtudes positivas están desapareciendo. Con conjurar el desastre no basta. Para que la democracia florezca, necesita conservar su capacidad para combinar beneficios netos y reconocimiento personal. Y eso ya no está ocurriendo.”
En efecto, no basta con contener el peor de dos males -como nos hemos venido acostumbrando tristemente- si la democracia no logra generar bienestar, igualdad y movilidad individual y colectiva. Y en esto reside precisamente la responsabilidad del otro partido tradicional estadounidense.
De acuerdo a la escritora y activista libanesa-estadounidense Rania Khalek, los demócratas fueron cómplices en las condiciones que generaron la elección de Trump, ya que mientras la ciudadanía norteamericana es cada vez más progresista y demanda trabajos dignos, mejores salarios y servicios sociales públicos, entre otras garantías básicas, este partido lleva 40 años moviéndose a la derecha y actuando en beneficio de sus donantes: petroleras, farmacéuticas, industrias del complejo militar-industrial, entre otras grandes corporaciones. En consonancia con Runciman, para Khalek el verdadero reto no es contener a un gangster racista -que puede aparecer nuevamente si las cosas siguen igual- sino transformar las políticas bipartidistas que han profundizado la inequidad en Estados Unidos y en el mundo.
En todo caso, a pesar del sosiego momentáneo por el freno a los planes de Trump, para el resto de países del mundo solo habrá cambios verdaderos cuando el Gobierno de Estados Unidos deje de dar y apoyar golpes de Estado, cese guerras e invasiones, renuncie a espiar a la ciudadanía, cierre las centenares de bases militares que tiene en todo el planeta, aplique en serio el Tratado de no Proliferación Nuclear, luche significativamente contra el cambio climático, derogue su política antidrogas, aplique políticas comerciales recíprocas, y en últimas, abandone la política imperial y el rol de hegemón global que asumió desde 1945.
El futuro del planeta no dependerá de que los demócratas o los menos malos ganen, dependerá de la capacidad de la acción colectiva y la movilización ciudadana para recuperar, resignificar y fortalecer la democracia.
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