Cristóbal Trujillo Ramírez


Después de dos años de aislamiento debidos a la pandemia, se reabrieron las escuelas de Colombia. Tiempo antes, diferentes sectores de la vida nacional, la industria, el comercio, el sector bancario y el agro, entre otros, recibieron la autorización de apertura y una serie de medidas y políticas tendientes a su reactivación, pues el Gobierno tenía las cifras claras sobre la afectación que estos sectores habían padecido a causa de este fenómeno mundial que se ha convertido en el punto inicial de una época cuyo destino desconocemos. La historia será la encargada de juzgar si tales medidas fueron efectivas o si, por el contrario, no lograron los impactos esperados.
Otra historia ha padecido la reapertura de la escuela, y no dudo de que constituye una muestra más de lo poco que esta le importa al aparato gubernamental. Más de nueve millones de niños colombianos estuvieron afectados por un acontecimiento sin precedentes, sufrieron cualquier cantidad de nefastas consecuencias y no merecen de su gobierno tratamiento alguno. No hay en este momento política educativa que apunte efectivamente a intervenir los males causados por la pandemia que de manera implacable afectó a todo el mundo. Ningún sector se salva, pero los peores lastres los llevan los procesos de formación educativa, principalmente en la formación preescolar, básica y media.
En efecto, los niños volvieron a la escuela después de dos años en los que fueron sometidos a toda clase de barbaridades: maltrato físico, agresiones, violaciones, abandonos, hambre y miseria; es decir, un cúmulo de fenómenos que erosionaron la poca o escasa vida familiar que tenían. Por eso, cabía esperar que, al regresar a la escuela presencial, tuvieran cita los actuales e infortunados comportamientos que estamos viviendo en ella, obviamente, con mayor acento en aquellas instituciones públicas que son habitadas en gran proporción por población con altas condiciones de vulnerabilidad.
La depresión, la agresión, la baja autoestima, las ideaciones suicidas y la poca o casi nula tolerancia a la frustración hoy colman las aulas, y no son más que el resultado de problemáticas desatendidas. En este marco de desolación, cualquier observador se podría preguntar: ¿y dónde está la emergencia educativa? ¿Dónde quedó la reactivación de la escuela? Ni siquiera por mandato de la Corte Constitucional, el Ministerio de Educación Nacional (MEN) ha formulado el plan de emergencia educativa. ¡Esta ni siquiera necesita un decreto, porque de hecho ya existe! Otra cosa es que el Gobierno no haya querido darse cuenta. Hay una emergencia sin intervención, millones de estudiantes colombianos viviendo difíciles problemas, y el Estado permanece indolente.
Esta tragedia se encuentra a merced de los maestros, quienes cada día libran verdaderas batallas para atender sin más recursos que su vocación y compromiso las complejas situaciones que viven sus estudiantes. El Gobierno ha sido inferior a las circunstancias, y solo se le ha ocurrido la estrategia de Evaluar Para Avanzar: una “solución” que es posible conocer visitando la página web del MEN (www.mineducacion.gov.co) y cuya lectura permite concluir que es una estrategia pésimamente pensada y formulada para superar el mal que sufren nuestros niños.
La educación en Colombia debería estar intervenida estratégicamente en atención emocional, psicosocial y autoestima, y enfocada en el manejo de emociones a través de proyectos culturales, artísticos, deportivos, recreativos, así como en las dimensiones cognoscitivas y cognitivas, más que atender la afectación académica de estos dos años traumáticos. De ahí que comparta hoy dos de varias sugerencias desarrolladas por el profesor Julián de Zubiría en su columna “Cuatro estrategias para enfrentar el bullying en los colegios”, publicada en el diario El Espectador el pasado 12 de abril: primera, reivindicar en la escuela la formación integral, más que la intelectual, y segunda, no escatimar esfuerzos para crear espacios y “dedicar tiempo y profesores al cuidado del corazón y de las emociones”. Porque no es así, los niños viviendo semejante holocausto y el gobierno parodiando la bella canción del “monstruo” argentino de la música, Sandro de América: “Y al final, la escuela sigue igual”. Y creo que peor.
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