Cristóbal Trujillo Ramírez


Siempre he sostenido que una serie de actividades de enorme importancia se da cita alrededor de los desarrollos curriculares y académicos de la escuela. Ellas no solo permiten experiencias enriquecedoras para los estudiantes en el campo de los aprendizajes, sino también gratos momentos que permanecen en la galería de los bellos recuerdos. Me refiero al centro literario, al grupo de danzas, al grupo de teatro, al grupo de liderazgo, a los juegos intercalases, a los juegos intercolegiados, a las ferias de la ciencia, a los concursos de saberes, entre muchas otras. Revisando un poco las mecánicas de estos procesos, encuentro que todos tienen dos características comunes: la primera, el estudiante siempre es un sujeto dinámico, y la segunda, él es quien protagoniza la función sustancial del aprendizaje. Bien vale la pena, entonces, incorporar estos elementos a los desarrollos regulares del aula.
Por lo anterior, los invito a que echemos una mirada a algo que acaba de suceder en la versión 2021 de los juegos intercolegiados. Estos fueron un desafortunado remedo de lo que debe ser esta cita deportiva escolar que, lamentablemente, se caracterizó por la improvisación, la desorganización, la poca competencia y el desarrollo de un calendario que parecía más un afán por cumplir que el fruto de la convicción de desarrollar unos juegos que permitieran la sana práctica del deporte y el encuentro amistoso de la familia escolar alrededor del fragor de la competencia y la lucha legitima por los trofeos.
Como de costumbre, tuve la oportunidad de asistir a algunos escenarios para ser testigo de excepción de esta magna experiencia. Debo decir que perdí varios viajes porque los partidos fueron cancelados a última hora.
Minutos antes de empezar la semifinal de fútbol-sala entre dos equipos de colegios públicos, me enteré de una situación lamentable e increíble. Cuando el profe del otro equipo advirtió que me encontraba entre la escasa delegación del equipo contrario, presurosamente se dirigió hacia mí y me dijo: “Señor rector, vengo del colegio. Me tuve que volar con las niñas, porque la coordinadora no me dio permiso para venir a jugar. Ya me hizo perder por doble W la semifinal con las chiquitas, y así es muy jodido. Me da mucha envidia. Mire su colegio, todas completitas, barra y hasta el rector las acompaña. Su equipo es muy bueno, ya es campeón. Si pierdo con ustedes solo por dos goles, quedo feliz. Bueno, señor rector, lo dejo, esto va a empezar”.
Honestamente, yo estaba convencido de que situaciones como las del profe ya no sucedían. Creía que era un asunto del pasado. La escuela ha sufrido, entre muchos otros males, el flagelo de castigar a los niños con la prohibición de hacer aquello que les gusta y que, además, hacen bien.
En una ocasión dije que “los mejores” están fatigados de que los escojan para todo: para izar bandera, para el club ecológico, para la brigada de los primeros auxilios, para monitor del curso, para representante estudiantil, para la feria de la ciencia, para el centro literario, en fin, a los mejores no les queda un minuto para asistir a clases. Mientras tanto, a los estudiantes de más bajo rendimiento académico se los condena eternamente a la clase. No pueden salir del aula. Para ellos no es posible una representación, una participación, una delegación, pues pareciera que son estudiantes regulares del aula de clase y, por eso, les está prohibido “perder tiempo” en cualquiera otra actividad; ni siquiera pueden asistir a un torneo deportivo en representación del colegio, a pesar de que poseen la voluntad y las condiciones técnicas para llevar a cabo una decorosa representación.
La juez dio el pitazo inicial. Los equipos salieron al centro de la cancha. Uno desfilaba con nueve jugadoras impecablemente presentadas, mientras que el equipo de la fuga, de muy precaria y lánguida presentación estética, alcanzó a infiltrar solo las cinco jugadoras reglamentarias. Comenzó el partido. A los dos minutos, el equipo de la fuga ganaba 1 a 0. La motivación, la rabia y el descontento tan profundo que tenía el profe alcanzaron a contagiar a las niñas, y salieron a vencer. Cinco minutos más tarde y el marcador registraba 2 a 0. Así se jugó todo el partido: era la técnica, la estética y el buen jugar del equipo perdedor contra la fuerza, las ganas y el tesón del ganador. Al final, 3 a 1 terminó el partido, y el equipo de la fuga se fue a la final.
Profe, valió la pena la voladita, y aunque me tocó perder, recibo esta derrota con dignidad y satisfacción: usted y sus niñas nos han dejado una gran lección de humildad, convicción y tenacidad.
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