Cristóbal Trujillo Ramírez


Desde esta columna y otros escenarios de opinión, me he referido en varias ocasiones a un sinnúmero de situaciones y deficiencias que ha develado la tragedia del covid-19 en el sistema educativo, principalmente en el sector oficial. Hoy quiero plantear la reflexión en un sentido contrario, porque no es fácil encontrar tesoros ocultos en medio de la tragedia. Lo nefasto, lo desesperanzador y lo trágico son lo más evidente y saltan a la vista, acompañados del ruido escandaloso del desespero que se hace notar sin vacilación.
Pero es poco común, extraordinario y excepcional, infortunadamente, ver la bondad, palpar lo precioso y escuchar la voz de la esperanza cuando nos sobrevienen situaciones caóticas. Por ello quiero invitarlos a descubrir las piedras preciosas que nos va dejando este gran sismo de nuestra vida. Las piedras preciosas se encuentran escondidas y fundidas en el corazón mismo de la tierra, están enterradas en las profundidades de las minas y los socavones, es por ello que se hace necesario dinamitar las montañas para que estas preciosas joyas de la naturaleza sean visibles en la superficie; ágatas, amatistas cuarzos, diamantes, esmeraldas, topacios, rubíes, zafiros, entre otras gemas, no serían apreciables si no estuviesen precedidas de una gran erosión invasivamente ruidosa y destructiva. Bien podríamos aplicar esto a nuestra vida, porque el coronavirus ha dinamitado el mundo y con él todas nuestras vidas. Ya tenemos un inventario lo suficientemente detallado de todos los saldos trágicos y de todo su perverso impacto; bueno es entonces que hagamos el inventario de aquellas consecuencias buenas, tal vez maravillosas, que nos han llegado también con este tormentoso amanecer; saludable sería que nos preguntemos por las bellas cosas, por los gratos descubrimientos que nos ha traído la tragedia.
Quiero compartir con ustedes, amigos lectores, una grata experiencia que cuento como una de las bellas enseñanzas que me ha traído la tragedia y a la cual le doy la categoría de piedra preciosa, porque sin duda alguna ha quedado grabada en el libro de mi vida como una bella lección.
En el marco de la campaña de solidaridad que por estos días llevamos a cabo con el loable propósito de menguar, por lo menos en parte, las necesidades materiales de tantas familias, y gracias además a la generosidad de tantas personas y empresas que han creído en nosotros y han hecho posible esta misión, tuve la oportunidad de entregar en donación algunos equipos de cómputo a algunas familias. Personalmente fui hasta la casa de una de las familias favorecidas, en un barrio humilde de la ciudad. La señora que nos recibió era una joven mujer, madre cabeza de hogar con seis hijos, una mamá responsable, comprometida y entregada con alegría y compromiso a la tarea de ser mama.
Cuando llegamos, todos sus hijos salieron al encuentro, caritas alegres, rostros sorprendidos, risas y un sentimiento profundo de felicidad que dejó escapar una que otra lágrima, principalmente en los más grandecitos. Compartimos un rato mientras les instalaban el equipo, degustamos una deliciosa torta, de esas que saben a mamá, y por un momento me sumergí en el mar de la fraternidad y el amor que reinaba en aquel hogar.
Me alcancé entonces a preguntar: ¿Cómo se puede ser feliz en medio de tanta pobreza? ¿Cómo logra una mamá hilvanar de una manera casi perfecta los hilos del amor? ¿Todavía es posible hoy ser feliz con la abundancia del amor y en medio de la pobreza del mundo? De aquel bello hogar salí convencido de que su única riqueza era su propia pobreza y que la generosidad de su amor cubría plenamente todas sus carencias.
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