Cristóbal Trujillo Ramírez


Uno de los componentes más difíciles y sensibles en el proceso de los aprendizajes es, sin lugar a dudas, la evaluación, que implica indagar por los avances en el desarrollo de las competencias de los estudiantes en su proceso formativo. A diferencia del pasado, hoy los maestros contamos con innumerables estrategias de indagación y de búsqueda de evidencias para tal fin, las cuales reflejan lo aprendido: la entrevista, la prueba escrita, la prueba oral, la conversación, la exposición, la sustentación, las producciones orales y escritas, los laboratorios, las prácticas, las simulaciones, los talleres, las tareas y las modificaciones y cambios comportamentales de los estudiantes. Pero por más que cambien o se diversifiquen las estrategias, existe un elemento estructurante en esta búsqueda pedagógica, y es la pregunta. Cualquiera que sea la dinámica empleada, la pregunta siempre ha ocupado un papel preponderante, de modo que me pregunto si una de las dificultades en los procesos evaluativos no estará relacionada con la elaboración de las preguntas.
Una maestra de básica primaria propone a sus estudiantes el siguiente planteamiento problémico: “En una caja hay diez caracoles. Halle la solución al problema si se escapan dos”. Muchos estudiantes resuelven el ejercicio efectuando la resta numérica “10-2=8”. Sin embargo, Matías responde con mayúsculas sostenidas lo siguiente: “TAPAR BIEN LA CAJA”. Una cosa es el ejercicio matemático que está perfectamente resuelto en la ecuación 10-2=8, pero otra muy diferente es la solución al problema, que consiste fundamentalmente en que los caracoles se están escapando de la caja. Matías interpretó que el verdadero problema no es saber cuántos caracoles quedan, sino evitar que se escapen más: el problema no está en las matemáticas, el problema está en la vida misma.
En muchísimas ocasiones los profesores proponen ejercicios similares para que sus estudiantes resuelvan cuestiones matemáticas, pero cuando estos se salen de las lógicas esperadas por quien evalúa y actúan de cara a sus propias lógicas y al problema de la vida, son calificados con “insuficientes”. Respuestas de los estudiantes que encierran un profundo sentido y merecerían una respuesta cargada de argumentos y razones, regularmente son tachadas de impertinentes e irrespetuosas, y así sucede con preguntas tales como: “¿por qué tengo que estudiar esto?, ¿por qué y para qué tengo que ir a la escuela?”, etc. Desafortunadamente, querer saber el sentido de lo que se enseña no es una opción que hoy tengan los estudiantes, y pareciera que esta opción solo es potestad del profe y que ellos solo deben aprender.
Considero que la escuela tiene que estar aromatizada por las fragancias de la vida y que los maestros tenemos que salir al encuentro de los ecos del mundo, porque la escuela existe como elemento fundamental de la vida misma. Una escuela que no escucha los ruidos sociales y la armónica de la naturaleza; una escuela que no contrasta el resplandor de la mañana con el ocaso de la tarde; una escuela que no vibra con los acordes de un violín ni que se estremece con el detonar de un cañón, es una escuela sin alma, es una escuela sin sentido. Una condición definitiva para alcanzar este propósito es diseñar un proyecto pedagógico con más escuela y menos aulas, y esto supone indudablemente una intencionalidad colegiada, mayor integración del conocimiento y menos parcelación de las unidades curriculares. Más escuela y menos aulas es pensar más en el problema que en el ejercicio, más en la solución que en la fórmula, más en la anécdota experiencial que en el ensayo narrativo.
Dejo ahí esta provocación pedagógica para mis colegas maestros, que espero merezca de ustedes, por lo menos, una argumentada crítica, porque solo así comprobaré que por las ventanas de mi estudio se sienten los ecos de sus reacciones y entonces todo esto tendrá algún sentido.
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