Cristóbal Trujillo Ramírez


En la sabiduría popular, cuando nadie quiere hacerse responsable de algo, cuando una acción regularmente punitiva no tiene doliente (porque a las positivas les sobran autorías), se acuña irónicamente la expresión que titula este artículo. Y creo que hace una magnífica representación de lo que sucede en la educación de la ciudad en los últimos tiempos, específicamente con la asignación de los maestros a las diferentes instituciones educativas.
Durante el año 2020 hasta hoy, se han presentado vacantes en casi todas (por no decir todas) las instituciones, pero su cubrimiento ha tardado meses y no pocos: dos, tres y hasta quince y más. Retrocedimos tres décadas y regresamos a los tiempos aciagos anteriores a 1993, cuando en los diversos pueblos de la geografía nacional los maestros eran recibidos con papayera, chirimía y pitos de sirena, ya que era todo un acontecimiento excepcional, mas no el cumplimiento regular de una obligación estatal. En aquellos tiempos, los maestros mantenían sus sueldos atrasados, las nóminas desfinanciadas y las prestaciones embolatadas. De hecho, se acuñaba un dicho popular que rezaba: “más perdidas que las cesantías de un maestro”. Y todo porque no existía una norma que obligara a la nación a regular la financiación de la educación pública.
Entonces el sueldo de los maestros dependía de las rentas locales, las mismas que tenían en los borrachitos las esperanzas salariales de los profesores. Llegó la Ley 60 de 1993 que, al tenor del artículo 356 de la Constitución Política de Colombia, definió el situado fiscal para garantizarles a las entidades territoriales la participación en los ingresos corrientes de la nación y cubrir los gastos en educación, salud, saneamiento básico y agua potable. Para desgracia de la educación colombiana, dicha norma fue modificada sustancialmente por la Ley 715 de 2001 que, a pesar de garantizar la financiación de la educación, ha sido perversa en la implementación de medidas econométricas que laceran de fondo la misión pedagógica de la escuela.
Es necesario reconocer que estos dos actos legislativos mencionados han resultado saludables para la financiación de la educación, han contribuido a la estabilización de los gastos para el sector educativo y han solucionado significativamente los asuntos salariales y prestacionales de los maestros de Colombia. Y por eso no comprendo el porqué de las vacancias tan prolongadas de maestros en instituciones públicas de la ciudad. Son innumerables los días de estudio que han perdido nuestros niños, con la consecuente afectación que ello trae en los procesos de aprendizaje. Son muchos los maestros que hemos dejado de contratar, perdiendo una gran oportunidad para combatir las altas tasas de desempleo. Y por supuesto, son muchos los millones de pesos que hemos desaprovechado del Sistema General de Participaciones que, dicho sea de paso, no se ahorran; por el contrario, se pierden y desaprovechan, porque no son recursos propios que puedan hacer parte de los saldos favorables del balance. Habría sido muy pertinente la inyección de estos recursos para la reactivación de la economía local.
La Secretaría de Educación dice que es responsabilidad del Ministerio de Educación Nacional, mientras que este indica que la administración de la planta docente es competencia autónoma de las entidades territoriales. Y en medio de estas vacilaciones quedan los niños: sin escuela, sin profesores, sin esperanza, esperando largos meses a que llegue su maestro.
Como en aquellos peores tiempos, me duele profundamente esta situación. Pero más me duele la indiferencia de quienes, con impávida indiferencia, renunciamos a proteger los tiempos de estudio de los niños, como lo exige nuestro deber. Ojalá que pronto aparezca el Abambelé de aquella memorable página musical y que cese ya esta horrible noche.
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