Cristóbal Trujillo Ramírez

Los medios de prensa locales y nacionales han publicado últimamente algunos artículos relacionados con los efectos que la pandemia ha dejado en los resultados de las pruebas Saber 11. La tesis de que este nefasto acontecimiento histórico ha aumentado las brechas de la calidad educativa entre la educación pública y la privada es un lugar común en ellos, y hacen alusión al estudio del Laboratorio de Economía de la Educación de la Pontificia Universidad Javeriana. Este concluye que hay un incremento de 7 puntos en las cifras, al pasar de 25 puntos en 2019 a 32 puntos en 2021, y las áreas de inglés, matemáticas y lenguaje son las que presentan el comportamiento más preocupante; adicionalmente, este estudio dice que durante la época más crítica de la pandemia, cuando se suspendieron las clases presenciales, el 16 % de los estudiantes de los colegios públicos debieron ocuparse laboralmente.
Muchas investigaciones se han adelantado con el fin de encontrar los factores asociados a la “calidad educativa”, infortunadamente vista solo desde los resultados de una prueba estandarizada. La calidad educativa es mucho más que los resultados de un examen, y lamentablemente en Colombia no hay medición alguna que evalúe todos los componentes que se debieran tener en cuenta para hablar de calidad. El Índice Sintético de la Calidad Educativa (ISCE) es apenas un tímido intento para alcanzar este noble y urgente propósito; pero con él tenemos un gravísimo problema, porque a pesar de que hemos hecho cualquier cantidad de intervenciones e implementado múltiples estrategias para evaluar la calidad de la educación pública colombiana, no tenemos un conocimiento real del diagnóstico.
Es como si un médico formulara a un paciente sin diagnóstico alguno, y ante este panorama solo quedan dos opciones: o el tratamiento será absolutamente estéril para el paciente o se atentará significativamente contra su vida. Al parecer, en el sistema educativo está pasando lo segundo, sencillamente porque cada día este paciente está más grave. Basta un ejemplo: la prueba con la cual el Icfes evalúa la calidad de la educación en el área de inglés escasamente mide reading; en efecto, la prueba no alcanza a medir speaking, listening y writing. No obstante, se evalúa de manera concluyente la calidad de los desempeños en lengua extranjera.
Pero volvamos al asunto, las investigaciones confluyen en factores comunes asociados a la calidad educativa: la situación socioeconómica, el nivel cultural de los padres y los ambientes del hogar. Sin una investigación muy exhaustiva, es demasiado fácil concluir que los resultados de las pruebas iban a desmejorar, dado que los ambientes del hogar y el nivel cultural de los padres son los aspectos que más vulneran a los estudiantes de los colegios públicos, y si a esto le sumamos que el 16 % de los jóvenes tuvieron que rebuscarse laboralmente para sobrevivir, es apenas lógico augurar los malos resultados.
No en vano la Corte Constitucional acaba de ordenar al Ministerio de Educación Nacional que en un plazo de seis meses debe adelantar una evaluación sobre las consecuencias de la pandemia en el sistema educativo nacional, y proponer un plan de intervención con estrategias de acompañamiento psicológico, nivelación de contenidos, reducción de los índices de deserción y focalización de la conectividad; adicionalmente, le dio un año de plazo para la formulación de una política pública de atención en situaciones de pandemia, catástrofes y calamidades.
Considero importantes las exigencias de la Corte, y con urgencia debemos ocuparnos del rezago en los procesos de aprendizaje, pues tenemos niños en tercero de básica primaria con graves problemas de lectoescritura, serias dificultades en sus desarrollos de pensamiento lógico-matemático y atrofias sicomotoras. Desde el punto de vista de los rezagos cognitivos, considero seriamente que se debe decretar una emergencia escolar que modifique transitoriamente los tiempos escolares y la promoción de grados, y que permita la posibilidad de atender con prontitud y eficacia los vacíos académicos que nos ha dejado la pandemia, pues si no se atienden inmediatamente, condenarán al fracaso la vida académica de muchos niños que apenas inician la bella aventura escolar.
Es inaceptable que en una nación seamos indiferentes ante esta tragedia y continuemos el desarrollo de un currículo rígido que no consulta los presaberes de los estudiantes y avanza sin la pausa que demandan aquellos que han pagado muy caro los costos de la pandemia. Pareciera ser que la consigna es “sálvese quien pueda”. Por lo tanto, preocupémonos más por los aprendizajes y menos por las pruebas; investiguemos más cómo elaborar una batería de indicadores que mida la calidad de la educación, antes que investigar el porqué se incrementa la brecha de la calidad educativa entre los colegios oficiales y los privados; atendamos con urgencia el clamor de centenares de niños que, luego de padecer las consecuencias de una pandemia, hoy sufren sin compasión el rigor de un currículo que los elimina y los excluye de la posibilidad de aprender: ¿para qué volver a la escuela si no tenemos la posibilidad de aprender?
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