Cristóbal Trujillo Ramírez

En varias oportunidades me he referido a la antigüedad del sistema educativo en Colombia. Este tiene sus cimientos, principalmente, en el modelo prusiano que imperó en Alemania, Polonia, Suecia y Noruega hace más de 250 años. Por esta razón, es frecuente ver que los niños de hoy tratan en sus escuelas contenidos académicos que fueron vistos por sus padres y abuelos, y de ahí también que sea reiterada la crítica a la educación actual en el sentido de que no es pertinente, está desactualizada y no responde a los intereses de los niños y jóvenes escolares ni a las necesidades de la sociedad y del mundo.
Para enfrentar esta realidad, no hemos tomado decisiones estructurales frente a un tema que tendría que ser de interés superlativo para una nación. En el caso colombiano, por ejemplo, más de nueve millones de niños y jóvenes padecen las consecuencias de este modelo ya vencido, por lo menos, hace siete décadas. En efecto, al edificio de la pedagogía se le empezaron a hacer remodelaciones desde 1960, cuando el país educativo sintió la necesidad de alinear un poco las estructuras y los contenidos curriculares con las exigencias de la sociedad y la misma evolución humana. Fue así como la influencia alemana finalizó con la misión pedagógica que proveyó a todo el país las guías alemanas, llamadas “Guías del maestro” y producidas desde ese país, para orientar la labor del maestro.
Posteriormente, a finales de la década de los 60 y en los albores de los 70 se implementó el proyecto multinacional de tecnología educativa OEA, cuyo propósito era avanzar en las condiciones tecnológicas de la educación porque se veía allí la principal causa de rezago. Dicho proceso dio origen a la televisión educativa que se convirtió en un medio alternativo de desarrollo de los currículos con ambientes más didácticos y avances tecnológicos que para aquella época eran altamente significativos. De manera simultánea con este avance en la tecnología educativa, surgieron instituciones como los INEM, los ITA y los CAR, con la gran misión de servir de instrumentos de diversificación de la educación y permitir en los estudiantes el desarrollo de habilidades para el trabajo.
Luego, con el afán de mejorar la calidad de la educación, se implementó en la década de los 80 la renovación curricular contenida en el Decreto 1002 de 1984 que marcó un hito en la historia de la educación en nuestro país. En la década de los 90, la gran reforma educativa fue la Ley 115 de 1994 o ley general de educación, la más progresista de país alguno y emanada a la luz de las grandes conquistas de la Constitución de 1991. Después de 200 años, fue sin lugar a duda para la escuela colombiana su liberación de la filosofía prusiana, porque les entregó a las escuelas su autogobierno, su autonomía y su autodeterminación curricular.
Pero bastaron solo diez años para que el Gobierno y los actores políticos iniciaran una agresiva oleada de medidas tendientes a cercenar la más bella conquista de aquella ley orgánica, y vino entonces la desafortunada Ley 715 de 2001 que arrebató a los escolares de Colombia una escuela al alcance de sus sueños. Aun hoy los responsables de tan inmensa tragedia no reconocen la verdad ni mucho menos asumen actos de justicia y reparación.
Colateralmente a estas épocas, desde el punto de vista curricular también hemos ensayado muchas estrategias que han sido aplicadas en otros países: objetivos, logros, habilidades estándares, competencias y, ahora mismo, los DBA (derechos básicos de aprendizaje). Este recorrido histórico nos permite visibilizar que en las últimas siete décadas la escuela en Colombia ha sido intervenida en sus formas y dinámicas, es decir, se le han hecho remodelaciones y mejoras, y queda claro también que las mismas no han sido suficientes. Por eso ha llegado la hora de reconstruirla. Hoy es el momento de reestructurar el edificio pedagógico de las escuelas colombianas, y al respecto dedicaré mi próxima reflexión.
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