Cristóbal Trujillo Ramírez


La gran prioridad del gobierno nacional en política internacional es, sin lugar a dudas, alcanzar para Colombia el ingreso a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que es conocida en el mundo como un “club de buenas prácticas” o también como un “club de países ricos”, conformado por 35 naciones que se constituyen en 250 comités y homologan patrones de comportamiento económico para los países de libre comercio. Estas políticas se centran fundamentalmente en temas como la educación, el medio ambiente, la seguridad social, el empleo, la propiedad intelectual y el comercio internacional.
Colombia lleva cinco años de arduo trabajo para cumplir con los requisitos exigidos por este organismo internacional para su admisión, y es propósito indeclinable del alto gobierno obtener este “beneficio” antes de que expire el presente mandato. Pero ¿qué beneficios le representa al país el ingreso a este selecto grupo? La respuesta es simple: imagen y control. Imagen, porque es un club de buen nombre, prestigioso y de reconocimiento internacional; y control, porque los comités temáticos de su estructura organizacional se dedican fundamentalmente a realizar actividades de seguimiento y evaluación a las políticas nacionales en cada uno de los aspectos antes mencionados, para aprobarlas, desaprobarlas o ajustarlas.
La pregunta siguiente que haría cualquiera es: ¿Y cuánto le cuesta al país estar en la OCDE? Lo primero es que Colombia ha gastado cualquier cantidad de dinero en consultorías, interventorías y asesorías para la presentación de los múltiples informes técnicos en los últimos cinco años, además de los gastos de movilidad internacional que seguramente resultan muy representativos. Y aunque estas cifras no se han dado a conocer, lo que sí está claro es que Colombia como miembro de este prestigioso club debe pagar una cuota anual aproximadamente de 45 mil millones de pesos. Otro costo importante que vale la pena mencionar y que no se mide en términos económicos, pero sí políticos, es el detrimento de su soberanía, porque a pesar de que Colombia sigue siendo autónoma para definir su marco político constitucional y sus macro-lineamientos económicos, diseñarlos por fuera de los patrones de comportamiento definidos por la organización, le implicarían su desvinculación.
De otro lado, es muy probable que el ingreso de Colombia a la OCDE no tenga impactos significativos en la realidad social y educativa de los ciudadanos menos favorecidos. Haciendo un rápido y desprevenido cuadro de la escuela pública y de la cotidianidad social colombianas, evidenciamos a estudiantes como Jairo, que es un niño Down que estudia en una escuela pública y que después de 10 años de escolaridad apenas sí ha logrado avanzar en sus procesos de socialización; también a jóvenes como Sara, que caracterizada como talento excepcional, a sus 16 años sigue siendo un problema para el sistema educativo porque no existe la oferta curricular que atienda y potencie sus condiciones. Por su parte, el profe Carlos es un maestro de vocación que vive día tras día la realidad de su escuela, conoce las múltiples afectaciones psicosociales de sus estudiantes, pero padece con su familia las precarias condiciones de su sistema de salud y seguridad social. Y para agudizar el asunto, don Pedro es el papá de Jairo y un vendedor informal a quien escasamente le alcanzan las 12 horas que trabaja al día para proveer los alimentos básicos a su familia. Pregunto entonces: ¿Será que a Jairo, a Sara, al profe Carlos y a don Pedro les conviene que Colombia ingrese a la OCDE? ¿Alcanzará esta trascendental decisión a afectar positivamente sus vidas? ¿Los importantes y álgidos problemas de la educación en Colombia se intervienen siendo miembros de este prestigioso club?
Ciertamente por lo menos en materia educativa somos un país con destino, pero sin brújula.
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