Cristóbal Trujillo Ramírez


Históricamente se ha sostenido el debate entre quienes consideran que la calidad de la educación de una nación implica una relación directa del monto de la inversión en términos de la participación que este renglón tenga dentro del Producto Interno Bruto (PIB) del país y entre aquellos que consideran que no existe esa relación directa de proporcionalidad. Las dos posiciones cuentan con hechos que validan sus afirmaciones. Veamos algunas cifras que fundamentan ambos puntos de vista:
1. De los cinco países que mayor inversión hacen en educación: Luxemburgo, Suiza, Estados Unidos, Austria y Noruega, solo Suiza figura en el ranking de los diez mejores según la OCDE.
2. México, con un 8,5% del PIB, y Venezuela, con un 6,5% del PIB, son los países de América Latina con mayor inversión en educación y a la vez se encuentran en el lote de los rezagados en términos de calidad.
3. Países como Irlanda, Francia, Holanda, Suiza y España presentan altos niveles de inversión en educación y también resultados satisfactorios en términos de calidad.
4. Colombia y México figuran como países de elevadas inversiones en el sector educativo, pero tienen bajos resultados en materia de calidad.
5. Uruguay, Chile, Indonesia y Perú presentan bajos niveles de inversión y resultados inferiores en calidad.
6. Italia, Japón, China, República Checa y Croacia presentan una baja participación económica en materia educativa, pero sus resultados son altamente satisfactorios.
Ante esta realidad surge una nueva postura que se separa de las dos anteriores y que comparto plenamente. Si bien el nivel de inversión en educación es un precursor importante para avanzar en términos de la cualificación de los aprendizajes, no es menos importante la forma como los recursos se invierten. Creo que en el caso de Colombia, precisamente, en este punto encontramos la fuente del problema, pues invertimos una cantidad importante de recursos en programas que publicitariamente son de alto impacto, pero no los medimos con el rigor y la imparcialidad que la inversión amerita. Por ejemplo, no tenemos un estudio censal del impacto que el “Programa Todos a Aprender” (PTA) ha tenido en la calidad educativa; no obstante, todos los ministros hablan maravillas de sus bondades y refieren atributos y estadísticas que pudiendo ser ciertas, no necesaria o exclusivamente obedecen al impacto de dicho programa. Hablamos de las bondades del programa “Ser Pilo Paga” y le atribuimos impactos en materia de calidad, pero no se han efectuado evaluaciones rigorosas a su aplicación. Implementamos también con altos costos el proyecto “Siempre Día E” y no se conocen los resultados de la efectividad de esta estrategia en materia de aprendizajes. En fin, así sucede con diferentes programas como el de los “Nativos extranjeros”, las becas para la excelencia docente, entre muchos otros. Esto explica el porqué países como Colombia y México invierten una muy buena cantidad de recursos, pero obtienen resultados deficientes. Y no se necesita demasiado esfuerzo para concluir que no se están aplicando eficazmente.
Es importante que la educación tenga una muy buena participación en la distribución del PIB del país, pero es indispensable que dichos recursos se apliquen efectivamente en programas y proyectos que atiendan las necesidades más sentidas de la escuela e intervengan aquellas variables que son determinantes en el logro de más y mejores aprendizajes.
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