César Montoya


“El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Esta frase lapidaria, fuerte como un puñetazo, encierra honda filosofía y es síntesis de la religión católica. María Magdalena iba a ser lapidada. Una turba de fariseos tenía guijarros en las manos y las bocas, convertidas en fusiles, disparaban agresiones verbales. En ese instante llega Jesús y frena el fatídico holocausto. La horda suelta pedruscos, sella labios, y se desliza silenciosa por un oscuro callejón.
Hay datos dispersos y controvertidos sobre María Magdalena. Según unos rebusques históricos era una agarena espigada, con cuerpo armonioso. Su cabeza estaba cubierta por cabellera enmarañada y lucía rostro ligeramente triangular. De boca rasgada, dentadura blanca y felina, era también incitadora y lujuriosa. El mentón hacía una curva pulida y cuello abajo había que adivinar colinas y hondonadas porque un sayón de color opaco cubría sus intimidades. En su busto danzaban dos capullos y detrás sobresalía la armoniosa masa bailable de sus caderas.
Unos relatos afirman que María Magdalena hacía parte del parvo séquito que seguía las pisadas de Jesús. Olfateaba los sitios de las prédicas y allí llegaba, acezando, a memorizar su mensaje. Los creyentes eran hombres y mujeres del pueblo, baquianos para manejar redes de pesca en lagos de oleajes apacibles, y ellas duchas para los trípodes en donde hervían los alimentos para el rabino y sus discípulos.
Sobre la Magdalena hay otras crónicas perversas. Sostienen los que manejan fábulas que ella era una trabajadora sexual. Unos la gradúan de buscona y noctámbula, parada, con mirada ávida, al pie de tapias de barro cocido. Con la miraba desnudaba apetitosamente los transeúntes, se contorneaba, hacía una leve inclinación para insinuar clandestinajes amatorios. Parece que se exageraba en bohemias vinícolas. La encontraban frecuentemente amanecida, caídos los párpados, con palidez lunática, mordiendo palabras inaudibles. Padecía de cuitas sentimentales, amaba y odiaba. Artista en los fingimientos, sabía de retiradas estratégicas para sondear la temperatura sentimental de su pareja, y después del teatro era un manantial de ternuras. Otros dicen que alquilaba cuartos en ventorrillos alcahuetes, en donde, con piruetas extasiantes desfogaba las lúbricas apetencias de los judíos.
Finalmente afirman aquellos que tenía casa de citas. Era famosa. Tome señor ese callejón, cruce a la derecha, llega a un empedrado, descienda dos cuadras, y encontrará una vivienda con farol rojo. Toque. Un muchacho de ojos azules y cadera angulosa lo recibirá. Entre señor. Encontrará hembras exuberantes, de todos los colores y tamaños, para los gustos más exigentes, señor, calientes, con sexo que aúlla. Todas sufren de furor uterino, escoja una, señor, lo complacerá y después de las copas, muy al alba, lo llevará al cuarto de las maromas. Pero primero usted pagará, anticipadamente el servicio. Estoy para complacerlo. Si tiene que hacer alguna observación por mala atención, antes de salir llame a la patrona María Magdalena. Ella, señor, es la dueña de este putarral.
¿Por qué una chusma enfurecida la iba a lapidar? ¿Por qué, acurrucada y tapándose la cara, esperaba descargas de pedruscos? Por ser damisela que facilitaba el desfogue pasional de su clientela o -tal vez- por emperatriz de un alegre lenocinio. Tal la causa para que la guacherna fanática quisiera despedazarla. El crimen quedó como intento homicida.
Otrosí. Los misterios de Dios son insondables. A un granuja clavado como él en una cruz, contrito de su vida pecadora, le dijo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. No salvaría a María Magdalena para prolongarle sus desvíos viciosos. Ella también gozará de la plenitud celeste. La población de la ciudad de Dios está integrada por quienes cayeron una y otra vez. Las palabras de Jesús son verticales y profundas, tienen dimensión divina. Thomas Carlyle que no era un místico, preguntó en su libro “Los Héroes”: “De todos los actos humanos, ¿no es el arrepentimiento el más divino”? Nuestra mente es ingobernable y el demonio de la imaginación nos conduce por vericuetos ocultos que pugnan contra los mandamientos promulgados en el monte Sinaí. Para cumplir la Ley de Dios hay que encasillar la conducta dentro de moldes severos, subir cuestas difíciles, macerar la conducta, reprimir los alaridos de la carne. Todos fallamos en esos ascensos riesgosos.
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