César Montoya


Las flores. Son reinas coronadas que se acomodan en escenarios de privilegios. Ellas adornan y se convierten en bálsamo invisible que ingresa vía olfato a los pulmones. Son señoritas entonadas. Hacen parrandas de colores. Blancas y azules, rojas y verdes, modestas o airosas pero todas de vida precaria. Con ellas se enamora. El amor se rinde ante un ramo de rosas. Embriagan con su olor.
De las hondas cañadas sube un vapor aromado a tierra líquida, a hierba fresca, a macollo de los plantíos. El olor vence los encierros. ¿Quién detiene la penetración del perfume? ¿O lo alindera en un jardín? No es encarcelable, ni se deja someter. Es liberal. Detesta los calabozos. El olor es. Nadie lo gobierna, ni puede ser escondido. Enfrascar sí para ser vendido como oro.
El olor es esencialmente femenino. Las quinceañeras alimentadas con leche de auroras, incrustadas están en torres ebúrneas, acunadas en nichos intocables. Tienen efluvios celestiales. El aroma que las cubre es incitante, despierta imaginaciones, dobla columnas vertebrales. Somos sumisos los hombres frente a unos ojos encendidos, o unos dedos que son capullos de azucenas, y ante la melodía de una voz primaveral. La mujer joven es una diosa adornada por los consentimientos de una naturaleza regalona. Con sandalias cosidas por los ángeles, levitan sobre senderos de flores. Es indefinible la densidad de aire que se encaracola por las laderas de una reina de belleza. Nunca es gélido, ni tampoco ígneo. Es tibio, con temperatura de pecado. El espacio que llena con sus empalagos, se entristece cuando queda convertido en oquedad. Los vacíos que deja los cubre una ráfaga de fragancias como testamento de su tránsito.
El letargo del hombre se contamina con acidez cabría, y es sofocante en el cuerpo trajinado del labriego. Hay un olor militar, no señoritero. Es sobrio sin los acicalamientos que adornan y pulen. De Gaulle en sus Memorias escribe que sintió el “olor” guerrero de las vanguardias cuando liberó a Francia de la invasión alemana en 1944.
Plinio Apuleyo Mendoza escribió un libro cuyo único personaje es García Márquez. “El olor de la guayaba” es la síntesis de sus conversaciones con el novelista. Aunque no hay una correlación entre el título de la obra y su contenido, el lector pregunta: ¿Por qué esta fruta con su penetrante olor se transforma en símbolo de una publicación histórica? Sabíamos de la debilidad de Gabo por las mariposas amarillas, pero Mendoza nos ha descubierto cómo su gusto y olfato se rendían ante una fruta carnosa, con incrustaciones de negras semillas.
El olor impregna las geografías. Azorín en “El Libro de Levante” escribe sobre “los olores de Alicante, que no son los olores de otras regiones de España”. Obsesionado con el tema, insiste: “…el olor penetrante de las hierbas silvestres, que en Alicante tienen una fuerza penetrativa que no poseen las de Castilla. Romero, salvia, tomillo, orégano; matas chiquitas y aceradas”.
Azorín embruja su pluma para exclamar: “Cada raza, su olor. Cada civilización, su olor. Cada nación, su olor. Cada ciudad, su olor. Cada persona, su olor. El mundo de los olores en que viven los perros; conocer a cada ser humano por su olor; sentir desde el primer momento, como los perros, simpatía o antipatía por una persona a causa de su olor”. Estas prosas Mussolini las comprime en corolario diminuto: “También las ciudades tienen
semblante”.
La poesía no es extraña al olor. León de Greiff es autor de este hermosísimo canto: “Esta mujer es una urna/ llena de místico perfume,/ como Annabel, como Ulalume…/ esta mujer es una urna./ Y para mi alma taciturna/ por el dolor que me consume,/ esta mujer es una urna/ llena de místico perfume”.
Aurelio Arturo hace una perfecta transfiguración alegórica, en estos versos: “El viento viene, viene vestido de follajes/ y se detiene y duda ante las puertas grandes,/ abiertas a las salas, a los patios, las trojes/ y se duerme en el viejo portal donde el silencio/ es un maduro gajo de fragantes nostalgias”.
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