César Montoya


Esta es una crónica zumbona. Se apuntala en dos personajes que, como abogados litigantes, hicieron historia en los estrados.
Pablo Salah Villamizar es el primero. Mucho tenía de árabe. Ojos sexuales, maliciosos y ladinos, boca ávida, y dedos libidinosos para hacer recorridos ansiosos sobre cuerpos femeninos.
Abogado rimbombante. No erudito en derecho penal, tampoco agobiado por jurisprudencias, pero eran muy suyas unas condiciones endemoniadas para el teatro. Su amigo Ismael Enrique Arenas, por los años 80 del siglo pasado, dirigía la página judicial de El Tiempo. Por engrase o amistad, para éste toda defensa que asumía Salah tenía dimensiones continentales. “El mejor penalista de América”, “el sabio”, “el insuperable orador”, “el que las gana todas”, “el que destruye pruebas”, eran calificativos con los cuales Arenas asombraba la opinión. Además Pablo colaboraba para adornar su imagen. Automóvil Mercedes, chofer con librea que, con venia sumisa, abría y cerraba la puerta, teléfono interno, un ambientador que expandía olor exquisito, y él, orondo y satisfecho, como el rey Farouk de Egipto, miraba con indolencia el afanoso mundo de los humanos. Con razón lo asediaban mujeres despampanantes. Ese que va allá, decían ellas, es un famoso abogado; triunfa en todos los pleitos. Se llama ¡Pablo Salah Villamizar!
Tanto incienso convirtió a Salah en profesional costoso. Hacía milagros. Pablo, a quien le di garrote en las audiencias públicas, tenía su despacho en el centro de Bogotá. Las oficinas estaban en el onceavo piso de un importante banco. Las divisiones habían sido distribuidas para descrestar. Antesala oropélica, acomodos lujosos para dos asesores, adornos que solo un botarato petrolero puede adquirir, mesa redonda amurallada de cómodos sillones para la molicie de los descansos y las tardes de amor con embriaguez de wiskis. Por último su cetro privado. Cinco teléfonos, bufete humillativo de rojiza caoba, sonoro equipo de sonido, y una solícita vampiresa que se acoplaba a sus caprichos.
Cuando un cliente lo requería, obviamente con chequera crecida, hacía despliegue de su importancia internacional. “Doctor, lo llaman de París”, le decía la aleccionada secretaria. Pablo simulaba: “¿Qué dijo la Corte? ¿Aceptó mis argumentos? Dile a Juan que todo va bien. La semana entrante estaré allá”. El que buscaba los servicios de Pablo quedaba lelo. Al poco momento: “Doctor, lo llaman de Buenos Aires”. “¿Pedro, hablaste con el ministro? ¿ Sabes qué dijo el Presidente? Pedro, la tenemos ganada. Llámame mañana”. Al otro lado de la bocina no había nadie. Eran artimañas para preparar los honorarios con el ricacho que, sentado, se encomendaba a Dios para que no resultara astronómica en billetes su defensa.
El otro es Horacio Gómez y Aristizábal. Fue mi compañero en la universidad. Los remates judiciales lo enriquecieron. Compraba casas destartaladas, las arreglaba y las vendía. Fue abogado de clientela acaudalada. Tanta vendimia económica lo transmutó en un millonario ostentoso. Se volvió experto en conquistar reinas de belleza.
Abrí mi oficina en Bogotá, dedicado exclusivamente al ejercicio del derecho penal. Como conocía de los aceites que se usan para manipular la publicidad, las noticias judiciales me eran favorables: El prestigioso abogado caldense amparó exitosamente a una meretriz o sacó de la cárcel a un campesino. Me llama Horacio y me dice: “No sea bruto. Cuando defienda a una prostituta, nunca lo haga publicar así. Debe decirse que, con maestría sin par, hizo absolver a una ilustre dama de la alta sociedad bogotana. Y si es un labriego, o el portero de un banco, la página roja inflará el despliegue al detallar que el reputado jurista salvó de la cárcel, en impactante debate, a un hacendado o a un encumbrado banquero”. Estos recuentos verídicos dejan espacio para exclamar: De los abogados ¡líbranos Señor!
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