Disraeli señala un sitio y le dice a su acompañante: “Aquí es donde he pasado mi miserable juventud. ¿Por qué miserable? Seguramente ha sido feliz aquí. No en aquel tiempo. Me sentía devorado por una irresistible ambición y no tenía ningún medio de satisfacerla”.
Ambición. Mágica palabra. Es un apetito de gloria, un goloso entusiasmo por el poder. Mueve montañas, cambia el curso de los ríos, dilata las horas, modifica calendarios, estruja la imaginación. En política es un eunuco el que no la tenga; se convierte en estorbo, se degrada en “cosa” para ser utilizada en plebeyos menesteres. El ambicioso es altanero, decidido, arrogante, adornado por un elitismo que lo incrusta en el sendero de la historia. Tiene garbo dominante, lenguaje triunfalista, jadeos con aliento vital. Su compañía es grata. Es el Aquiles que gana todas las batallas. Estimulan sus vocablos, contagia la fortaleza de su corazón, y es un privilegio tenerlo como compañero de viaje. Suyas son las proclamas, las simbólicas espadas para cortar cabezas, el ascetismo viril de la guerra. Es terco. Si fracasa insiste, es impávido ante las eventuales derrotas, retorna después de los desmoronamientos, de las clínicas sale disparado para las comandancias. Hombre, uno entre mil, enarbolado por la musa de Rudyard Kipling.
Le da valor a la vida. No se acomoda a las rutinas que es el desfiladero de los mediocres. Utiliza la política como un instrumento de dominio que abre brechas para conquistar el poder. Yourcenar pone en boca de Adriano esa angurria metafísica. “Quería el poder. Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir”.
“Ser yo mismo”. No es necesario tener asomos de filósofo para penetrar su contenido. ¿Qué es la vida sino una odisea para posicionar mi Yo?, un bracear entre oscuros laberintos para lograr ¡ser! Todos buscamos un Yo insular, la individualidad de una imagen que no es calcomanía, con entrañas recónditas, con escenarios propios, con una identidad singular que se convierte en honroso penacho musicalizado por antenas vibrantes. No es fácil encaramar mi Yo en un pedestal. ¡Qué dolores hay que acumular, qué largos caminos sobre zarzas ardientes, mascar soledades, qué traiciones perdonar, qué suplicios padecer para conquistar una peleada jerarquía en el engranaje social!
Se personifican estas reflexiones. Desde un otero no lejano le sigo las pisadas a Jorge Hernán Yepes y Félix Chica. Con el primero, por quinquenios, hemos compartido los azares, nos hemos metido en los cambiantes laberintos de las multitudes, llegamos a las aldeas para sembrar ideología conservadora. Fuimos -y somos- leales al legendario Ómar Yepes Alzate. Jorge Hernán tiene temperamento mixto. Es un severo intelectual en las entelequias de Hipócrates, mentalmente organizado, con disciplina militar. Es fácil para la comunicación social, por lo mismo descomplicado y transparente. Tiene energía psíquica. Es increíble la siguiente afirmación: no le conozco defectos.
El otro es Félix Chica. Apenas estamos iniciando una amistad porque hay una naciente química que suma y multiplica. A Félix lo encumbra Norcasia que abaniquea su nombre como símbolo. Este líder popular tuvo que desprenderse de la batatilla y el azadón para labrar, entre adversidades, su destino. Hoy sabe de latines. Es locuaz, emotivo, tiene incorporada una notoria fuerza arrolladora. En el vigor tiene mucho de Rodrigo Marín, y bastante de Ómar Yepes en la clarividencia olfativa.
Un símil los compendia. Chica acelera, Yepes marca pausas. El primero con su impulso y el segundo con su equilibrio, ponen a funcionar, con éxito, el hoy paquidérmico Partido Conservador. Los dos representan, ahora, una síntesis perfecta de nuestra colectividad. Brío y cálculo; corazón ardiente, mesura y armonía; brida y freno; emotividad y raciocinio. Una aleación perfecta.
¡Por Dios, para dónde va el conservatismo de Caldas! Sus dirigentes ¿no se dan cuenta que nos estamos suicidando? Hernán y Félix sáquennos de esta anarquía que nos tiene pulverizados, impongan disciplina, armen cuadros, no permitan que se nos escape la juventud. Spranger hizo una síntesis de lo que es la política. “Es el arte de aprovechar la ocasión y crear la oportunidad”. Diría que primero se deben organizar las coincidencias, crear circunstancias benévolas y después -sí- aprovechar la ocasión.
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