Carolina Martínez


No puede ser que yo tenga una tarjeta de crédito hace 41 años, le dije a la señorita del banco hace unos días que fui a cancelar la tarjeta, debe ser un error. No, me dijo, usted ha sido una excelente cliente desde 1976, no se puede retirar. Vea señorita, primero, yo no soy tan vieja, y segundo, sí puedo, y no me pueden obligar. Piénselo bien señora, para clientes con antigüedad de más de cuarenta años, tenemos muchas ventajas para ofrecerle, como que no le cobraremos cuota de manejo. Y antes de que me recordara más mi antigüedad me fui con la tarjeta a hacer cuentas a mi casa. No cuentas para pagarla, sino cuentas de mi vida, para descubrir de dónde me salió el vicio del dinero plástico.
Si fue en el 76 tuve tarjeta de crédito a los diez años. De ahí viene todo. Recordé cuando un día, un maravilloso día, mi traga me invitó a mi primera fiesta, en su casa. Fui precoz para todo, no solo para entrar en el mundo financiero, y no podía irme vestida como una niña de diez años. Mientras ensayábamos el baile con mis amigas, yo no dejaba de pensar en el vestido y por supuesto no tenía nada apropiado para la ocasión. Decidí ir a comprar mi primer ajuar para conseguir novio. El sábado temprano dije en mi casa que me iba a jugar donde una vecina, y me fui sola a coger bus a la avenida, me bajé frente a Las Palmas, en el mejor almacén de ropa de la ciudad, el de Melva Villegas de Valencia. Subí esas escaleras como lo haría una princesa que llega a su castillo. Melva, la señora más adorada, era amiga de mis papás y me conocía. Me atendió divinamente aunque no pudo asesorarme, porque yo sabía lo que quería. Escogí un vestido de hoja rota blanco, con cuello bandeja, largo, y unas sandalias de tacón blancas. Supongo que era un vestido corto que a mí me quedaba largo, no sé, pero tengo fotos con él puesto antes de salir para la fiesta, y me sentía divina. Parecía de matrimonio. Al salir con mi compra, simplemente le dije a Melva que se lo apuntara en la cuenta a mi papá.
Me pareció normal porque todo lo que yo compraba los fines de semana, se lo apuntaban en la cuenta a mi papá, en el Club Campestre de Manizales. A otra niña la hubieran regañado por comprar sin plata, pero a mí no, al otro día mi papá me llevó una tarjeta de crédito amparada por la de él y me explicó que no en todas partes lo conocían, y en vez de pedir que se lo apuntaran a su cuenta, yo firmaba y listo. Cuando llegué a mi adolescencia era poco el efectivo que había manejado. Y hasta hoy en día me parece raro cuando veo a la gente pagando con billetes.
Lo que sigue después ya se lo imaginarán ustedes. No conseguí novio en la fiesta, pero compré con tarjeta todo lo que se me antojó en la vida y mi papá jamás me puso un tope ni me pidió explicaciones. Me pedía los vouchers, para constatar y pagar. Dejé de usarla cuando ya trabajaba y tenía otras tres tarjetas de otro banco, la usaba solo a veces para hacerlo feliz. Hasta que se murió me amparó mi tarjeta, y mi vida. Y como no me van a cobrar cuota de manejo la voy a conservar en su honor. Aunque reconozco que he tenido problemas con el crédito, no fui consciente de que había que pagarlo hasta hace unos años que comprobé que no se puede vivir de él, y que el negocio de los bancos es robarle a sus clientes. Pero a eso vinimos a esta vida, a aprender. Ahora sé que mi traga prefirió a otra que no estaba estrenando vestido de grande y no se había pasado todo el día maquillándose y peinándose, otra que no se echó el perfume de la mamá y que se fue a la fiesta sin ninguna otra intención que pasar bueno, porque eso se nota. Y a mí se me notó.
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