Carlos E. Ruiz

No es frecuente preguntar por el sentido de las cosas. Todo, absolutamente todo, deberá tener una razón de ser, un sentido. La pregunta por el por qué y el para qué, permiten indagar en todas las cuestiones. En mayor grado cuando se abordan los temas de las discrepancias humanas, con florecimiento de la violencia y de las guerras, desde lo inmemorial. El historial de los desastres ocasionados por la falta de respeto y de la comprensión del otro y de lo otro, no tiene narración terminable.
El problema fundamental está en la incapacidad de abordar la conversación, el diálogo, para identificar posiciones y encontrar el espacio que permita trabajar en común, con sumatoria de fuerzas, hacia la solución de problemas sustantivos. Siglos llevamos sin encontrar maneras de abordar en paz los problemas más agudos. Se llega con extrema facilidad a la guerra para imponer unos a otros los dictámenes de sus políticas o de sus intereses económicos y de poder. En Colombia el tema es palpitante desde la antesala de la guerra de Independencia, con protagonismo, por ejemplo, de la insurrección comunera. Y ruedan los conflictos armados, con variantes de motivos, pero en el fondo está la fabricación de armas, para irrigar por el mundo, con desarrollos cada vez más siniestros. Hoy, los conflictos son agudos, alimentados también por el narcotráfico y por la falta de diálogo del Estado con la insurrección.
Diálogos difíciles, entre contrarios, pero son el único camino para alcanzar formas de convivencia con respeto al otro, a los otros. En los tiempos más recientes Colombia ha tenido dos singulares experiencias históricas de concertación. Por un lado la Constituyente, con resultado en la Constitución del 91, modelada por los aportes en convergencia de fuerzas disímiles representadas en ese escenario. Constitución no perfecta, pero con el espíritu de encontrar un marco legal que permitiera el desenvolvimiento social en armonía, sin tener que apelar a la represión y la violencia. Por otro lado está el Acuerdo de La Habana, en convocatoria audaz del presidente Santos, asimismo imperfecto, al que se llegó con amplio, minucioso y sostenido debate durante cinco años, con la insurrección armada más antigua del continente. Sesenta años de guerra, sin resultados ganadores de un lado o del otro, y miles de muertos. Acuerdo que llevó a la desmovilización de trece mil insurrectos con entrega de armas, con acatamiento a las instituciones y al régimen del Estado social de derecho. Este logro de especial reconocimiento internacional tuvo como efecto interno la polarización política y social. El SI y el NO, con equiparables fuerzas. Luego ha ocurrido la gradual eliminación de los desmovilizados y de los líderes sociales, en especial indígenas, en sectores rurales.
Esta situación nos recuerda lo ocurrido con indígenas y otros campesinos en rebeldía, por los años de 1780, contra la imposición de la corona, a través del virreinato, de más cargas fiscales, para alimentar la contienda de España con Inglaterra. Se trató de la insurrección comunera que condujo a una capitulación, por mediados de 1781, con la firma del arzobispo Antonio Caballero y Góngora. Tan pronto regresaron a sus lugares, comenzó la captura y muerte de sus dirigentes y movilizados, exponiendo las partes de sus cuerpos destrozados en sitios visibles de las poblaciones.
La historia parece repetirse, con nuevos ingredientes que agravan los procesos, como es el caso del narcotráfico. El no haber concertado las acciones de una política de Estado para el desarrollo del Acuerdo mencionado, ha recrudecido la violencia en nuestro país. Y los opositores siguen, en lo implícito, alentando la guerra. Negocio que alimenta la corrupción, con cifras inabordables, en vinculaciones con personas de la política y del establecimiento, con ambición desmesurada por el dinero.
A nivel internacional está el caso de la guerra de Ucrania. USA y la OTAN intimidan a la Federación Rusa, sembrando sus fronteras con estructuras militares. El papa Francisco lo señaló y en semanas cercanas la intervención de Kissinger en Davos, con repudio de ambos a la invasión. Debería llegarse pronto a un acuerdo por medio de diálogos entre las partes involucradas y en lo deseable rescatar el propósito de ser Ucrania un país neutral, para los intercambios fértiles de Occidente con Rusia.
Necesario volver a preguntar por el sentido, y desencadenar con cultura ciudadana las actitudes propicias a la conversación y a la concertación en las diferencias, por la coexistencia pacífica, en pluralidad.
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