Beatriz Chaves Echeverry
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Quienes hemos vivido uno o varios duelos sabemos que convivir con la tristeza es algo que tenemos que aprender a hacer; es inevitable, tal vez el primer impulso sea huir de ella, pasar por ese tránsito de dolor lo más rápidamente posible. En algún momento podemos llegar a pensar que la hemos engañado, pero ella nos espera pacientemente a la vuelta de la esquina, es decir, después de cualquier distractor que hallamos escogido para aplazarla u ocultarla. La tristeza es más inteligente que nosotros.
A veces no sólo cargamos con nuestra tristeza al hombro, sino que nos toca cargar con la de alguien más, que está peor que nosotros, eso es muy común cuando hay un duelo familiar y alguno se lo toma verdaderamente mal y simplemente no encuentra la manera de ayudarse y se hunde y nos hunde en un naufragio colectivo, sin botes salvavidas a la vista. Pero el mar de la tristeza es un mar amigable, por más profundo que nos hundamos siempre nos regresa a la superficie, tal vez un poco magullados, amoratados por no querer respirar el aire de la vida que se nos sigue ofreciendo a bocanadas. Nuevamente, si el final de la tristeza no es la muerte, siempre hay esperanza.
Por eso he decidido volverme amiga de mi tristeza; he decidido convivir con ella lo más amorosamente posible, la he invitado a mi casa por tiempo indefinido y sé que sólo se irá cuando haya cumplido su misión, que sólo ella conoce. Seguramente, cuando se marche me miraré al espejo y encontraré sus marcas en mi cara. Pero las huellas más importantes no quedan en el cuerpo, se quedan en el alma. Un día me escucharé hablar y no sabré de dónde salen aquellas palabras sabias y serenas o aquel silencio prudente, que en otra época hubiera sido dominado por el impulso de expresar el sentimiento. Tampoco entenderé de dónde surge el gesto compasivo ante el dolor del otro. Estoy segura que mi abrazo será más cálido y mi compañía más reconfortante, todos estos regalos los recibiré porque he invitado a la tristeza a vivir conmigo y la habré dejado tallarme con su cincel invisible, hasta que haga de mí una mejor persona.
Estas palabras las escribo para mí, son un manifiesto, pero tal vez encuentren eco en alguien tan triste como yo o quizás aún más triste. A veces consolarse con el dolor de los demás ayuda. Que la tristeza tiene un final, eso lo puedo anunciar con claridad porque ya he recorrido ese camino varias veces en mi vida, qué tan largo será, no lo sé. Pero aquí voy, caminando despacio, sin prisa, pero con paso firme, ya no me desespero ni trato de huir o de esconderme, mi invitada me ve ir hacia ella mirándola de frente. Al final, cuando por fin me deje, sabré darle las gracias y saldré a despedirla con la certeza de volvernos a encontrar cuando me tenga preparada una nueva visita.
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