Beatriz Chaves Echeverry
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Siento como si un rayo hubiera partido en dos mi corazón y se hubiera quedado allí para recordarme lo perenne de su ausencia: ayer enterré a mi madre y ese dolor no se compara con ninguno de los que había sentido antes. Puedo decir sin lugar a dudas que fue el día más difícil de mi vida, su muerte, por mucho tiempo, fue mi mayor miedo y mi peor pesadilla. Aquellos que han sentido veneración por sus madres me entenderán, porque el amor que yo llegué a sentir por ella era tan grande, que me atraía desde donde estuviera; yo siempre quería regresar para estar a su lado, sin importar todas las oportunidades que me ofreciera el mundo lejos de ella.
Livia Echeverry de Chaves fue una mujer admirable en muchos sentidos, una verdadera matrona en su acepción más bella: “Madre de familia distinguida y respetable”, tuvo nueve hijos a quienes les dedicó lo mejor de su tiempo y de su ser; su ternura, su cariño y sus cuidados, también la fortaleza para salvaguardar su hogar por encima de cualquier peligro que pudiera acecharlo; una compañera incondicional para mi papá, era una mujer muy culta, hasta sus últimos días nos alegró declamando poesías que se sabía de memoria. Cuando todavía podía caminar, hacía su pequeño recorrido en compañía de mi hija Mariana, a quien se empeñaba en enseñarle los poemas y los demás escuchábamos el coro de aquellas dos voces; una ya gastada por el tiempo, un poco temblorosa, pero siempre reflejando lucidez y claridad de pensamiento y la otra tímida y dulce, tratando de mantener el eco de la voz sabia de su adorada abuela, quien deseaba transmitirle todo su conocimiento.
Fue una mujer de armas tomar en el sentido más literal, pues en su juventud vivió la difícil época de la violencia y no dudaba en empuñar un rifle para defender a su madre viuda y a sus hermanos pequeños de cualquier amenaza, tenía tan buena puntería que los vecinos de las fincas aledañas la buscaban para matar perros con rabia y otro tipo de animales peligrosos que rondaba las fincas.
Al final de sus días el cuerpo le dolía de una manera tan agobiante que añoraba la muerte y le pedía a Dios que se la llevara y a nosotros, sus hijos, que rezáramos por esa intención, debo confesar que nunca tuve el valor de hacerlo, ya era demasiado difícil desprenderme de ella y aceptar su partida que pedirle a Dios que cumpliera su deseo, para mí, no fue posible. ¿Es egoísmo puro desear que la Madre sea eterna? Tal vez sí y confieso aquí este pecado, pero cuando se tiene el privilegio de contar con un ser tan maravilloso ¿cómo prescindir de él? ¿Cómo entregarlo voluntariamente?
No puedo terminar este artículo sin hablar de Lulú, la perrita Yorkshire, que fue su compañera y su alegría en el último tiempo, la devoción de este animal por mi mamá yo no la había visto nunca y ella misma se sentía asombrada por las muestras de afecto que le prodigaba, aún en su lecho de muerte no se le separó un instante mientras la velábamos; le besaba las manos y la cara y cuando se llevaron el cuerpo de mi madre, la buscaba con desesperación. Sé que Lulú no volverá a amar a nadie como amó a mi mamá, pero yo voy a cuidarla y consentirla y juntas sobrellevaremos esta pena tan grande que nos embarga.
La muerte es el remedio de los males incurables, no sé qué filósofo lo dijo, pero es verdad y mi mamá tuvo una buena muerte. Lúcida hasta el final, se fue rápidamente, su rostro reflejaba la paz que encontró al cruzar el umbral que nos separa de la vida eterna, sé que mi papá la recibió con todo el amor que sentía por ella y nosotros, sus hijos, nietos, bisnieta, nueras, yernos, amigas y demás familiares, nos quedaremos atesorando su recuerdo, pues fue una gran mujer, una verdadera matrona, que dejó un legado en todos nosotros: gracias Adorada Madre, siempre te recordaremos. Febrero 9 de 2021.
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