Augusto Morales

Cultura de la legalidad es el convencimiento y educación cívica de toda una sociedad de cumplir fielmente las normas jurídicas -las que por supuesto se espera sean justas y acordes con la Constitución-, lo que de suyo implica el respeto a los derechos y deberes de las personas y de la propia colectividad, indispensables para una sana convivencia pacífica y democrática.
Cuando se trata del servicio público, los servidores estatales deben ser los primeros en dar ejemplo de esa cultura, lo que no siempre acontece; y la incumplen, al mismo tiempo que muchos particulares, no solo con actos de corrupción, sino con la inobservancia de las disposiciones legales (v. gr. las normas de tránsito), o mediante la adopción, por parte de las autoridades, de decisiones ilegales o actuaciones realizadas contra el derecho, de lo que bien da cuenta el sistema judicial.
En ese sentido, algo muy preocupante viene ocurriendo en las estructuras de la rama judicial, y más que la demora en los procesos por razones sobrediagnosticadas, es la desconfianza social que se ha generado y que se sigue presentando más acentuadamente ante el comportamiento individual o colectivo -lo que también bien se conoce-, en dos de las más altas cortes de justicia.
Es sumamente lamentable para el país, y de manera especial para la comunidad judicial, la condena por un acto de corrupción en que incurrió un magistrado de la Corte Constitucional; y qué decir frente a la Corte Suprema de Justicia, comprometida en situaciones similares de tres de sus miembros, lo que ha generado la desconfianza pública no solo con respecto a los responsables, sino frente a todos los servidores de la justicia y a sus instituciones, así la casi totalidad responda encomiablemente con el benemérito pero sacrificado oficio encomendado.
Pero, ¿cómo se cuelan esos magistrados en las altas Cortes? La Constitución determina en el artículo 231 como atribución de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado, que sus magistrados “serán elegidos por la respectiva Corporación, previa audiencia pública, de lista de diez elegibles enviada por el Consejo Superior de la Judicatura una convocatoria pública reglada de conformidad con la ley”; precepto con el que se pretendió mejorar de alguna manera la regulación anterior, la cual disponía simplemente que, “Los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado serán nombrados por la respectiva corporación, de listas enviadas por el Consejo Superior de la Judicatura”.
De igual modo, el último inciso de aquella disposición 231 establece que, “La Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado reglamentarán la ‘fórmula’ de votación y el ‘término’ en el cual deberán elegir a los magistrados que conformen la respectiva corporación”, es decir, la norma de manera clara y contundente les impuso a tales Cortes el deber de reglamentación de elección de sus integrantes, y de esta manera dar pleno cumplimiento de la disposición nada más y nada menos que constitucional, esto es, regulando no solo el mecanismo de selección sino el plazo dentro del cual deben elegir a sus colegas. La fórmula es que la elección se produce con las 2/3 partes de sus integrantes, que son 23 en la Suprema, pero que actualmente solo cuenta con 16 en ejercicio, que es el número mínimo para poder elegir a sus colegas y al Fiscal General. El Consejo de Estado está integrado en su Sala Plena por 31 magistrados.
Siguen corriendo los segundos, y está a punto de que el presidente de la República deba posiblemente asumir una atribución de excepción para reconformar la Corte Suprema de Justicia ante la inminente salida de otro de sus magistrados, lo que causaría otro gran golpe al país.
El llamado respetuoso desde esta zona de Colombia, que también siente los rigores de esas dificultades, es que nuestra tradicional, emblemática y querida Corte Suprema de Justicia, cumpla sin más dilaciones con los designios que Colombia le ha fijado, y evite que el tic tac del tiempo siga inexorablemente sonando en los oídos de la institución.
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