Augusto Morales

Es increíble lo que después de muchas décadas viene aconteciendo en el mundo por un complicadísimo y generalizado problema de salubridad pública, debiendo asumir los gobiernos, casi que intempestivamente, responsabilidades políticas y la adopción de decisiones restrictivas de indiscutible incidencia en toda la población; y ninguno de aquellos, ni esta, se encontraban preparados para una epidemia de la magnitud como la que ahora nos agobia y atemoriza, la que golpea casi por igual a todos los sectores de las distintas sociedades, pero con mayor rigor a las de países en vía de desarrollo; y por supuesto que Colombia no podía escapar a la virulenta invasión.
Esta época de trabajo y estudio virtual y de permanencia forzada en casa, llevará a muchas reflexiones a los dirigentes de los Estados, pero también a la sociedad misma, máxime cuando resultan comprometidos derechos individuales fundamentales en la vida de los pueblos, y afectados los diferentes modos de vida en todos los países; fenómeno que, curiosa, simultánea y contrariamente favorece otras prerrogativas de índole social tales como los derechos a un ambiente sano, a la seguridad pública, y acceso igual, en el caso nuestro, al servicio público de agua potable.
Aun cuando la expresión “pandemia” está reservada para las enfermedades, hay una de connotación o efecto similar, incluso podría ser más grave por espectro que tiene en el desarrollo de los pueblos: es la ‘corrupción’, la misma que no solo corrompe conciencias y constituye un pésimo ejemplo para la comunidad, sino que lleva a muchos corruptos a la cárcel (no a todos), la que también puede causar extrañas muertes; sustracción o aprovechamiento indebido de los bienes del Estado, pero especialmente de los dineros públicos, que afecta inconmensurablemente tantos derechos de las colectividades como la educación, la salud (cuántos fallecimientos se causarán por esa pecaminosa apropiación o abuso de dineros estatales), la seguridad, la justicia, la protección de gentes desvalidas, etc., etc., y muchos etcéteras más.
Ambas situaciones, corrupción y covid-19, afectan o afectarán de manera sensible las economías de las naciones, lo que genera(rá) incrementos fiscales y a la vez recortes presupuestales en muchos renglones, que entrañarán sacrificios personales y sociales, y seguramente, como consecuencia de esos menores recursos, resultaría damnificada, de igual manera, la justicia colombiana.
En efecto; uno de los deberes o responsabilidades de los servidores judiciales es, “resolver los asuntos sometidos a su consideración dentro de los términos previstos en la ley” (artículo 153 num. 15 Ley 270/96), y la historia judicial colombiana enseña que, al menos en las tres últimas décadas, ello no acaece, salvo con las acciones de tutela. Los asignaciones para el funcionamiento de la justicia siempre han sido cortas, al paso que la litigiosidad se incrementa casi que geométricamente. La crisis que se avecina, que se espera, sea superada rápida y fácilmente, va a incidir en una mayor litigiosidad y en el trámite de los procesos judiciales por la mayor congestión, y el estamento judicial difícilmente va a incrementarse, por lo que el mayor esfuerzo va a recaer en los actuales funcionarios y empleados, y en la limitación de insumos para su funcionamiento. Esto quizá obligará también a las autoridades administrativas de la justicia, entiéndase Consejo Superior de la Judicatura, a repensar junto con todo el aparato judicial, en los actuales modelos de gestión judicial; a agilizar el expediente virtual, dotando a la mayor brevedad de las herramientas indispensables para sacarlo avante, y, finalmente, ver materializado el propósito del constituyente plasmado en el artículo 228 de la Constitución: una pronta y cumplida justicia.
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