Por supuesto que lo más sensible a una comunidad debería ser lo público, lo que no siempre acontece, y en no pocas ocasiones esa sensibilidad es direccionada por quienes tienen un interés, ya sea particular o general, hacia una determinada orientación. En la reciente campaña electoral, por ejemplo, tal vez como nunca se había visto, se invitaba a votar por un determinado candidato, no por convicción en sus propuestas sino para impedir que el contrincante llegara al poder. Todo eso se da en sociedades débiles, donde la mayoría de los ciudadanos carecen de la suficiente ilustración o formación para lograr, de manera libre, materializar su ideario.
Desde siempre se ha discutido sobre el poder y los privilegios de los cuales gozan los congresistas nuestros, no solo por su participación o incidencia en la gestión pública nacional y local, como también debe ser, sino por los beneficios que ostentan dada su representatividad, pero que en muchas ocasiones los llevan a abusar de ellas, lo que ha originado el desprestigio de la más importante institución política estatal: el Congreso de la República, así muchos de sus miembros no sean o hayan sido responsables del deshonor que lo agobia, como bien se conoce. Uno de esos privilegios es su remuneración.
Antes de la actual Constitución, el Congreso autorregulaba su régimen salarial con incrementos que, al tiempo, despertaban la envidia y la desazón colectivas, y que, para corregirlos, se plasmó por el constituyente de 1991 una fórmula constitucional para evitar los abusos de aquellos tiempos.
Una sociedad moderna y progresista busca siempre el bienestar bajo la conducción de los gobernantes (ejecutivo y legislativo), ventura que se logra promoviéndolo de manera justa y equitativa, que es precisamente lo que no ha ocurrido en nuestro país, donde se benefician en mayor medida algunos sectores en detrimento de otros que carecen de los medios para hacerse sentir.
No es que las gentes se incomoden porque ciertas personas, como los congresistas, ganen lo suficiente o mucho, sino porque la inmensa mayoría de la población gana muy poco y con lo que difícilmente logra satisfacer sus necesidades básicas, que, por reflejo, genera una gran limitante para acceder a posibilidades de mejoramiento social, que es lo que busca el ser humano.
¿Cómo lograr una remuneración equitativa y proporcional en el sector salud, si es el mismo Estado el que propicia los desatinos en el pago de los servicios profesionales? O, ¿Cómo hacer para que, a docentes privados, especialmente universitarios, se les satisfaga una asignación acorde con su oficio, y no simplemente por el estricto tiempo de enseñanza, por cierto, cada vez más corto?; ¿Cómo se compensó a los trabajadores la pérdida de una conquista de remuneración suplementaria, la misma que desapareció por disposición del legislador? Estas son apenas tres de las varias situaciones que pauperizan el ámbito laboral.
Retomo los salarios de los congresistas: disminuirlos de manera indiscriminada es empezar a privilegiar a los candidatos de la capital de la república que no requieren ningún tipo de desplazamiento para cumplir con su oficio de legisladores, en detrimento de quienes viven por fuera de Bogotá, que deben satisfacer no solo las necesidades propias y de sus familias en sus ciudades de origen, sino los gastos que le demanda su estancia en la sede del Congreso de la República, lo que podría desincentivar aspiraciones futuras de candidatos de la provincia, lo que desde el punto de vista de representación democrática, empezaría a ser riesgoso e inequitativo, pero que sí sería de mucho interés para los centralistas a ultranza.
Más que desmejorar la situación salarial de los senadores y representantes, se me ocurre que lo que se debe hacer es, en primer lugar, dejar a un lado el manido discurso de que el salario mínimo propicia inflación, y proceder a explorar verdaderas fórmulas para mejorar el poder adquisitivo y la condición social de las personas; y, en segundo lugar, así como existe un piso para el salario mínimo, que exista igualmente un techo pero para todos los salarios de Colombia, públicos y privados, es decir, que las remuneraciones de más altos dirigentes empresariales sea como máximo, igual a la de un congresista, pues aquellas suelen superan en muchas veces los salarios de estos, y ahí sí se vería materializada la igualdad, la justicia, la equidad.
Disminuir o limitar salarios en el sector público favorece la ‘huida’ de muchos de los actuales o potenciales excelentes servidores estatales hacia el ámbito privado en detrimento del campo oficial, y en eso también debe estar a la par la organización pública, pero sin politiquería.
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