En 5 días llegará la actual Constitución Política, que sustituyó la de 1886, a sus 30 años de vigencia, junto a todos los retazos que se le han incorporado. Qué buen papel ha cumplido la Corte Constitucional como guardiana de nuestra ley fundamental, aunque con el paso del tiempo hay la sensación que desde hace algunos años ha sido conservadora con respecto a la que edificó la primera jurisprudencia; sin embargo, sigue siendo la garante de todo el andamiaje institucional, pero, sobre todo, de la protección de los derechos fundamentales a través de la acción de tutela que, en buena hora, llega incólume también a sus 3 décadas de existencia efectiva, a pesar de las arremetidas de algunos sectores contra ella. El Consejo de Estado ha seguido la misma senda, pero ya como tribunal controlador de la actividad del ejecutivo.
La Constitución de 1991 concibió un texto para la convivencia y para la paz, cuyo artículo 22 proclama con altivez que, “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, y da lástima y pesar tener que aceptar el estado de postración que hoy tiene esa prerrogativa pública intangible que parece estarse convirtiendo en una mera formulación retórica. También la Ley suprema incorporó por primera vez un principio que, se entendía, permeaba todas las relaciones sociales y personales: la buena fe; pero esta entró en un grado tal de desgaste o desatención, que el Constituyente vio la necesidad de incorporarla a la Constitución (artículo 83); no obstante, ese postulado ético continúa siendo vilipendiado por doquier, ante el accionar de muchos servidores públicos y particulares.
El título de esta columna me lleva a escribir que el perdón ante la sociedad por las malas actuaciones no solo lo deben pedir las entidades públicas o las autoridades que, con su obrar, han afectado o afectan injustamente a las personas y a la colectividad, como en el caso de las ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos); o los grupos que estuvieron al margen de la ley (exguerrilleros y autodefensas) por los infames delitos que cometieron, sino que también lo deben hacer otros actores que con su actuar atentan de manera grave la confianza ciudadana, generadora de múltiples conflictos que van contra la convivencia.
Así, por ejemplo, y en aras de buscar y consolidar una verdadera reconciliación, deberían los exmagistrados de la Corte Constitucional y Suprema de Justicia que han asumido conductas que desdicen de las finalidades del Estado -independientemente de las penas que se les imponga-, que pidan igualmente excusas públicas ante la nación; como también en un acto de sinceridad, lo deberían hacer quienes participan en actuaciones que van en detrimento de las personas y de los principios democráticos, como cuando se conforman listas o se hacen designaciones; de igual manera, el Congreso de la República si en la elaboración de las leyes ha incurrido en jugadas que afectan injustamente la confianza o el orden social. Lo propio debería ocurrir, como un acto de valentía, con servidores seccionales o locales que hayan actuado en contra de los intereses legítimos de sus colectividades, como cuando se apropian de recursos públicos, etc., etc.; o las autoridades de control que, de manera torticera, exoneran, sancionan o engavetan actuaciones que han debido seguir un rumbo legal.
Pero ello no solo debe ser predicable frente al sector público si queremos que haya una verdadera reconciliación. También deberían pedir perdón los particulares que han intervenido ilegalmente ante el servidor público para que le agilice un trámite o le conceda ilegalmente un beneficio; o el que se apodera indebidamente de los dineros que le han entregado y no cumple con la obra encomendada; así como los trabajadores que se aprovechan de la confianza que le han depositado sus empleadores y se sustraen irregularmente bienes del lugar de trabajo. Todo esto por supuesto, por vía de enunciación.
Si todas las personas fuésemos conscientes y cumplidoras de nuestras responsabilidades sociales y personales, seguramente llegaríamos a una verdadera reconciliación, y de esta manera rescataríamos los principios de confianza y buena fe, lo que sería el paso previo a la verdadera paz que postula el artículo 22 de la Constitución.
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