Augusto Morales

El régimen presidencialista que nos ha acompañado en los últimos tiempos, que impone un excesivo poder e influencia del presidente de la república sobre el Congreso y demás organizaciones estatales, y casi siempre en permanente o continuo fortalecimiento de sus funciones y competencias, se convierte, por contera, en el gran desafío frente a la autonomía y gobierno territorial (departamentos, distritos, municipios, territorios indígenas) donde se observa la férrea influencia de las autoridades y órganos nacionales, sobre todo en aspectos políticos, económicos y de obras públicas.
La Constitución de 1991 fue virtuosa en otorgarle autonomía a las entidades territoriales (artículos 1° y 287), pero esa autonomía es todavía precaria o restringida, no solo por lo dicho, sino por el sometimiento que tienen a las normas nacionales centralistas y a la sujeción a los recursos financieros del mismo nivel. Por supuesto sería necio no reconocer los avances que se han dado en la materia, reiterando ahora que ese fenómeno de la descentralización, debidamente fortalecida, sería el paso anterior al federalismo, si se cuenta con voluntad política.
Entre esos avances está el Estatuto orgánico de ordenamiento territorial, que puede tomarse como un acercamiento mayor hacia el Estado federal, expedido aquel exactamente 30 años después de la constitución de 1991 que lo autorizaba, y el cual está contenido en la ley 1454 de 2011, perdiéndose así tres décadas para el fortalecimiento de las entidades de ese orden. Es del caso destacar, con fines ilustrativos, lo que significa ese ordenamiento y su finalidad, conforme al artículo 2°: “… es un instrumento de planificación y de gestión de las entidades territoriales y un proceso de construcción colectiva de país, que se da de manera progresiva, gradual y flexible, con responsabilidad fiscal, tendiente a lograr una adecuada organización político administrativa del Estado en el territorio, para facilitar el desarrollo institucional, el fortalecimiento de la identidad cultural y el desarrollo territorial, entendido este como desarrollo económicamente competitivo, socialmente justo, ambientalmente y fiscalmente sostenible, regionalmente armónico, culturalmente pertinente, atendiendo a la diversidad cultural y físico-geográfica de Colombia”; y su finalidad es, “promover el aumento de la capacidad de descentralización, planeación, gestión y administración de sus propios intereses para las entidades e instancias de integración territorial, fomentará el traslado de competencias y poder de decisión de los órganos centrales o descentralizados del gobierno en el orden nacional hacia el nivel territorial pertinente, con la correspondiente asignación de recursos…propiciará las condiciones para concertar políticas públicas entre la Nación y las entidades territoriales, con reconocimiento de la diversidad geográfica, histórica, económica, ambiental, étnica y cultural e identidad regional y nacional”.
Recordaba en otra entrega que Estados Unidos de Norteamérica adoptó en 1787 su constitución federalista, cuando aún no se tenía claro lo que semánticamente era el federalismo, por lo que se tomó inapropiadamente la expresión confederación, que entonces significó una reunión de Estados -muy diversos por cierto-, que buscaron propósitos comunes de desarrollo social, económico, de defensa, y políticos por supuesto; que según mis registros, fue el filósofo pro-revolucionario francés Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), quien por primera vez edificaría la teoría del federalismo, y el que pregonaba que “la única forma de organización política que preservaría la unidad en la diversidad, es el federalismo”. Nuestro país podría dar el paso al federalismo, a través de una especie de “federación interna”, como será explicado luego.
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