Digamos que siete períodos legislativos (28 años) llevan gobiernos y congresistas intentando hacer una reforma constitucional a la justicia, aspiraciones que han resultado prácticamente fallidas. La del año 2015 (Acto Legislativo 2), resultó ser apenas una leve modificación en lo que admitió la Corte Constitucional, pero nada se logró con respecto a la esencia misma de nuestro régimen de justicia, del que aún parece no encontrarse cuál es el súmmum del mismo. Propósito prácticamente de cada candidato presidencial y luego presidente, ha sido el de abolir el Consejo Superior de la Judicatura, de lo que solo les ha quedado la frustración.
Cuando en la Constitución de 1991 se incorporó la reforma estructural a la justicia que traía la vieja Constitución de 1886, confieso que con muy buenos ojos la pude percibir y sigo siendo optimista, que con ese nuevo órgano (Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura) se modernizaría el sistema, se profesionalizarían sus jueces, se independizaría definitivamente este poder público, se lograrían los estándares deseados en la producción de la rama, se bajarían los índices de congestión judicial, etc., y 32 años después, el país puede hacer el balance. Aquel Consejo Superior escoge el Director Nacional de Administración Judicial amparado en el supuesto mérito, y a través de éste, los directores seccionales, todos los cuales disponían, y aún disponen de poder de nominación.
El Consejo Superior de la Judicatura lo integran 6 miembros elegidos por las altas Cortes: 3 los designa el Consejo de Estado, 2 la Corte Suprema de Justicia y 1 la Corte Constitucional. Hasta allí pareciera que no existe ningún tipo de influencia externa a la justicia, pues las decisiones de conformación del mencionado órgano administrativo provienen estrictamente de las altas cortes, pero esa potestad nominadora genera un vaso comunicante que, riesgosamente, puede dar lugar, real o presuntamente, a promover o sugerir candidaturas para las propias cortes en detrimento de quienes no cuentan con esas posibilidades.
Ahora bien; el mencionado Consejo Superior de la Judicatura elabora las listas, hoy de 10 candidatos cada una, para llenar cada vacante de magistrado que se presenta en la Corte Suprema de Justicia y en el Consejo de Estado, y no obstante la convocatoria pública que aquel hace para su escogencia, opta discrecionalmente, sin conocerse los parámetros, por llamar a entrevista solo a algunos de los aspirantes, y lo mismo sucede para la confección de las listas, es decir, carece de barreras para su escogencia, con lo cual parece entrar en el mundo de la arbitrariedad. Como muchas cosas en nuestro país, las organizaciones que velan por el funcionamiento de la justicia hacen mutis por el foro.
Es cierta la importancia de lo que puede significar para la judicatura la presencia en las altas cortes de servidores judiciales de carrera, litigantes y académicos, pero su acceso debe realizarse con estrictas reglas para su escogencia; de allí que estime que a la Corte Constitucional, ante la ausencia de ley que disponga un estricto régimen de mérito, le ha faltado decisión, lo digo desde luego con respeto, como sí lo ha hecho con otros sectores, de imponer o exigir una verdadera selección por mérito para dos de las más altas cortes.
Si con las últimas elecciones el país exige un cambio drástico, el que no debe ser simplemente formal, y la rama judicial no puede quedar al margen, esta manifestación es para el nuevo Gobierno y al nuevo Congreso de la República, para que promuevan la igualdad y el acceso por mérito a los altos cargos de la justicia, y de esta manera coadyuven también con ello, al alcance de los fines justicia y de la justicia.
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