Augusto Morales

Con el viejo dicho, “A la mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa”, se pretendió culturizar, quizá ahora mucho en vano, para proteger al sexo femenino no solo en su pureza o castidad, sino de las agresiones tanto físicas como psíquicas de cualquier persona. El adagio pudo surgir por lo que personifica María en el mundo católico, tal vez por su fragilidad corporal o por su sensibilidad humana, quizá por lo que significa en la vida de la procreación y por lo que representa en el núcleo familiar, etc. Al abrirse camino, y comprenderse que era más que eso, desde 1957, y con mayor énfasis a partir de 1974, se han expedido disposiciones protectoras de su integridad, y para que pueda lograr su propio ‘status’ en la sociedad, reconociéndole no solo derechos que antes le habían sido negados y evitándole discriminaciones, al tiempo que también se le determinaban deberes.
‘Se me ocurre’ el tema para compararlo con la Rama Judicial -llamada comúnmente la “cenicienta” del poder público-, misma que está personificada precisamente por una mujer que, vendada, porta una espada que representa el poder de la ley, y una balanza que simboliza la equidad y la justicia; y todo, a propósito de los anunciados proyectos -3- de reforma a aquella que empiezan a hacer su tránsito en el Congreso, lo que ameritará comentarios en este mismo espacio en la medida en que vayan avanzando.
El “poder judicial” como se denomina en otras latitudes, y en Colombia lo fue hasta 1991, no es que sea del completo agrado de políticos y gobernantes, pues entraña no solo que éstos sean investigados y condenados por los delitos que cometan como servidores del Estado, sino que son controlados en el ejercicio del poder para mantenerlos ceñidos el ordenamiento jurídico que tantas veces infringen o vulneran; al mismo tiempo que, por significar eso, un “poder”, se le quiere de algún modo controlar para obtener réditos o beneficios, particulares o políticos, con los desastres que ello causa.
Desde hace muchos años las propuestas de reforma a la rama judicial se han convertido en punto imprescindible de las campañas políticas de los candidatos a la Presidencia -que no sé si eso da votos pero que, al menos, sí la desprestigia-. En todas ellas se cuestiona la morosidad en las decisiones judiciales (común a muchos Estados, incluso desarrollados), la que no siempre es atribuible a los jueces sino al rígido sistema procesal que ha imperado, al igual que al exceso de litigiosidad que es normal en países en vía de desarrollo, o derivada de crisis económicas, y a lo que ahora se agrega los excepcionales -atendiendo el número de jueces-, casos de corrupción que vienen ocurriendo, de pésimo ejemplo cuando se presentan en las más altas dignidades de la judicatura, producto también del sistema de escogencia de los magistrados de las altas Cortes, afectando de paso la imagen y legitimidad de la justicia.
El poder judicial es un bastión, un pilar, una columna fundamental, indispensable en cualquier Estado de derecho; es el que por encima de las ramas ejecutiva y legislativa hace valer y mantiene firme los principios democráticos, el que hace cumplir las leyes y hace respetar el ámbito de los derechos y los deberes; de allí que, parodiando, no puede dejársele "tocar ni con el inciso de una norma" que pueda afectar su credibilidad por el simple prurito de las reformas, y si se hace, ello sea para consentirla, engrandecerla, dignificarla, sublimarla, no para estropearla o debilitarla; blindársele de influencias externas que pretendan reducirla o someterla.
Da desazón conocer que en muchos países (Estados Unidos, Alemania, Francia, Escandinavos, etc.), la ciudadanía tiene un gran respeto no solo por la ley sino por sus jueces, es muy respetuosa de cumplir las normas como único mecanismo de convivencia pacífica civilizada, y de quienes son los responsables de su observancia acatando reverentemente sus decisiones; infortunadamente en países como el nuestro la cultura parece encaminarse a desconocerlas, o irrespetarlos, para proteger u ocultar no se sabe qué intereses.
Como dijo en su poema “El hombre y la mujer” el célebre literato francés Víctor Hugo, apotegma que conjuga bien para la justicia, “La mujer es el más sublime de los ideales”.
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