Digamos que el cuerpo institucional de Colombia estaba moribundo para comienzos de los años noventas, y era tanto su deterioro, que hubo necesidad de someterlo a una compleja cirugía a efectos de renovarle su sistema orgánico y fisiológico (estructura y funcionamiento), que, ajustando el símil, fue precisamente lo que aconteció con la elaboración y expedición de la Constitución de 1991. Pero como acontece con muchas intervenciones, su anatomía quedó afectada de algunas secuelas, lo que hacía necesario adoptar medidas en procura de su mejoría, las que no siempre resultan efectivas.
Esencialmente fueron tres los aspectos que no quedaron bien según da cuenta el ‘diagnóstico’ social: Uno fue la entrega de facultades electorales a las altas Cortes; el segundo, la reelección indefinida de los congresistas, y el último, la creación del Consejo Superior de la Judicatura.
La difícil intervención estuvo liderada por tres directores: uno del conservatismo, otro del partido liberal, y un tercero de la izquierda. A través del triunvirato se gestaban y protocolizaban los acuerdos, porque se estimó, como era obvio, que todo debía concluir en consenso, y así lo quiso el pueblo colombiano, que fue quien hizo derivar con la famosa séptima papeleta, la Asamblea nacional constituyente de aquellas calendas.
Para dar solución a los graves problemas de corrupción y desinstitucionalización que a la sazón aquejaban de manera especial a los órganos de control (Contraloría y Procuraduría), el constituyente creyó que, dotando a las altas Cortes del poder o competencia para postular candidatos para Contralor y Procurador, podía rescatar a esas entidades y dotarlas de verdadera independencia. Los cuestionamientos de politización de la justicia por esa nueva función no se hicieron esperar desde distintos sectores, sobre todo cuando se detectó que en estos organismos habían sido nombrados también parientes o cónyuges de magistrados postulantes. Aquella atribución les fue abolida. Desde mi perspectiva, la medida era sana, atinada, pero requería de una mayor regulación.
Otra situación que dicen también expertos que ha afectado la institucionalidad, es la reelección indefinida de los Congresistas, ello por el tratamiento diferenciado que le dio el Constituyente de 1991, al pretermitir fijarles siquiera el número de períodos en que podían ser elegidos, lo que sí hizo con los demás servidores de período que los dejó sin posibilidades de reelección, incluidos los magistrados de las Cortes, generándose así disonancia en el esquema constitucional.
Y el último, como se ha pregonado desde siempre a través de los medios de comunicación, fue la creación del Consejo Superior de la Judicatura. Este órgano de la justicia, que, según autorizados dirigentes, no lo requería ni requiere la rama judicial, era un anhelo que incluso había sido incorporado en reforma constitucional previa, que a la postre resultó frustrada. Debo confesar que esa institución la vi con buenos ojos, la que le ha hecho ganar independencia a la rama, defendido su presupuesto y organizado el sistema de carrera judicial, quizás la mejor del país, a pesar de que no llega hasta los más altos tribunales de justicia; en materia burocrática y en la forma de escogencia de candidatos para las altas Cortes, sí deja una amarga sensación.
Reformas constitucionales posteriores, en lugar de arrojar mejores resultados, han recortado o limitado derechos y desvirtuado puntos cardinales de la Constitución original. Qué saludable sería dar verdadera estabilidad a las normas de la Carta política y apuntarle a un auténtico Estado social y democrático de derecho en paz. Las reformas coyunturales han traído más retrocesos que beneficios, con nuevas lamentaciones e inconformidades. Solo una madurez política desinteresada podrá lograr esos cometidos, para una Colombia grande.
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