Augusto Morales

Dilema es quizás la expresión que ha venido tomado mayor fuerza en los países por la situación a la que se están viendo enfrentadas sus autoridades y decenas de millones de habitantes en todo el planeta: La libertad o la vida.
La Real Academia de la Lengua Española define el dilema como, la “situación en la que es necesario elegir entre dos opciones igualmente buenas o malas”; y desde la filosofía, “Argumento formado por dos proposiciones contrarias disyuntivamente, de tal manera que, negada o concedida cualquiera de las dos, queda demostrada una determinada conclusión”.
El derecho a la vida es el valor supremo de la humanidad, el cual deber ser protegido por los Estados; es el más fundamental de los derechos de los que dispone el ser humano, y allí radica la razón de ser de los demás derechos. El derecho a la libertad, por su parte, es el derecho sublime de las democracias, y en la libertad radica la razón de ser del ejercicio de los demás derechos. No hay persona que no reclame libertad, y no hay libertad si no existe respeto por la vida.
El derecho a la vida como a la libertad están entonces a la vanguardia de las demás prerrogativas, pero en momentos de crisis -como la de ahora-, donde ambos se ven seriamente comprometidos, uno debe ceder ante el otro, pero, ¿En qué medida?
Colombia cuenta, en condiciones normales, con herramientas para proteger ambos derechos, aunque ellas son insuficientes. Y cuando hay graves circunstancias o alteraciones que amenazan la estabilidad del Estado, puede el Gobierno utilizar mecanismos especiales que están previstos en nuestra Constitución; son los llamados “estados de excepción”.
El primero de esos estados está referido al “estado de guerra exterior” (artículo 212 de la Constitución), cuya finalidad es defender la soberanía nacional y donde resulta comprometido, ante la agresión, el derecho a la vida, no solo la de los combatientes. El segundo es el “estado de conmoción interior” (artículo 213 de la Constitución), establecido para proteger la institucionalidad, la seguridad interior del país y la convivencia ciudadana, en el cual se pueden limitar o restringir (no suspender) derechos y libertades, especialmente los de expresión, información, locomoción, reunión, limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad. El tercero es el “estado de emergencia” (art. 215 de la Constitución), el que ha decretado el gobierno nacional mediante el Decreto 417 de 2020; estado de emergencia que fue instituido para darle estabilidad económica al país, y para conjurar también hechos graves contra la estabilidad social y ecológica, o por grave calamidad pública, y donde se afectan severamente el presupuesto del Estado como el patrimonio de los asociados, pero que como se ha visto con el desarrollo de las normas de emergencia, igualmente se ven limitados otros derechos de estirpe individual y colectivo.
Es muy probable que el Constituyente de 1991 no hubiese podido prever el acaecimiento de una epidemia global de las dimensiones como la que agobia al mundo, incluso ni el mismo legislador cuando en 1994 reguló los estados de excepción; pero lo cierto es que el Gobierno ha tenido que echar mano de medidas que parecieran propias de un estado de conmoción interior (antiguamente “estado de sitio”), es decir, ha ligado una especie de simbiosis para poder conjurar la desgracia pública que está afectando paulatinamente a casi todas las naciones.
Si el Estado tiene la obligación de preservar la salud y la vida de sus habitantes adoptando complicadísimas medidas de orden público para hacerle frente al difícil fenómeno de salubridad, no ha hallado la respuesta a un equilibrio con respecto a las necesidades de la comunidad que dirige. Seguramente en un futuro vendrán demandas contra el Estado, para las cuales deberán estar preparados el gobierno como la justicia, esta última la que tendrá que evaluar las circunstancias de constitucionalidad, legalidad y proporcionalidad de las medidas. Mientras tanto, el dilema sigue.
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