En los últimos tiempos, las andanadas contra la justicia, en especial por líderes nacionales, han propiciado cierto grado de deslegitimación de este esencial órgano para la supervivencia democrática de nuestra república. Los cuestionamientos pueden convertirse en irreparables si, especialmente los responsables de la dirección del Estado, no moderan sus intervenciones frente a ella, debiendo simplemente limitarse, como en las sociedades avanzadas, a acatar prudente y respetuosamente sus providencias, así causen escozor, en tanto que los mecanismos normales de oposición están consagrados para los procesos, en las propias normas jurídicas. Tal como acontece con la corrupción, este mal ejemplo se expande sin límites, generando desconfianza en las comunidades hacia la institución.
La sensación que se percibe en la actual contienda electoral, tal como ha acontecido en oportunidades anteriores, es que hay dos temas bandera transversales a las campañas, que pareciera tornarse nuevamente como los más trascendentes: la corrupción y el desempleo, pero más el primero, incluso antes que la propia hacienda pública, la seguridad social, las difíciles relaciones internacionales, y demás asuntos de envergadura para el país. El primero se arregla o corrige con normas (intervención del Congreso de la República) y educación en valores, más que con los propios discursos; el segundo, con el incentivo a la economía, el fortalecimiento de la empresa y la promoción de emprendedores, eso sí, reinventando y exponiendo los mecanismos más apropiados para la financiación del gasto público y el fortalecimiento de aquella, así como las fórmulas que permitan encontrar el verdadero poder adquisitivo de nuestra moneda, y que los niveles de ingreso puedan ser representativos, pues hoy, las posibilidades de compra e inversión sana para el común de las personas son bastante limitadas, por no decir ilusorias.
El artículo 113 de la Constitución establece que “son Ramas del Poder Público, la legislativa, la ejecutiva, y la judicial”, y también que los diferentes órganos del Estado “tienen funciones separadas pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines”; así como que el artículo 188 del mismo texto dispone que, “el Presidente de la República simboliza la unidad nacional”, lo que parece así mismo estar en crisis; paradigmas que los candidatos deben, además de pregonar, buscar hacerlos respetar para bien de Colombia.
Casi que ha habido un silencio generalizado de los aspirantes en cuanto a esas ramas y demás órganos nacionales como la Contraloría y la Procuraduría, etc., lo que lleva a interpretar, o que se hallan conformes con la forma de su funcionamiento y mecanismos de nominación, o que tal vez no quieren inmiscuirse en esos espinosos asuntos por considerarlos exclusivos de ellos y del Congreso. En el caso específico de la justicia, sus intentos de reforma se traducen en frecuentes frustraciones porque se queman en la puerta del horno, o se quedan en el camino.
Las relaciones interinstitucionales más estrechas por el juego de poderes -o de intereses-, se dan entre los poderes ejecutivo y legislativo, y el judicial se relega, como de costumbre, a un segundo plano, pues el peso político que ostenta resulta siendo mínimo y de no mucho interés.
Un acto de señorío de los candidatos para con la rama judicial sería que, ante ella, como lo hacen con los empresarios, universidades, y otros, expusieran y se comprometieran cómo quisieran que sea el poder jurisdiccional, y la manera de hacerlo una realidad, pero en ese sentido parece haber precaución, o quizás indiferencia o de interés para abordar esa importante materia.
El país espera ahora el veredicto de la Corte Constitucional sobre la reforma a la Ley Estatutaria de la justicia formulada en el 2021, y quizás sea ello lo que ha impedido que los candidatos no se pronuncien sobre el aparato judicial, pero es un deber, al menos moral, enfrentar lo que debe ser su futuro y el de las demás instituciones estatales que, sin duda, es el mismo porvenir que representa para la nación.
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