De lo primero que se debe apropiar una comunidad política, esto es, los habitantes de un país, es de su Constitución Nacional. Cuando esto acontece -que no es exactamente el caso de Colombia-, puede decirse que se han conquistado los más altos valores institucionales, que hay madurez ciudadana, que hay respeto por el ordenamiento jurídico, por la organización estatal y por los derechos humanos, etc.
Sin equivocación, podría decirse también que, en Colombia, su población está más apersonada de la acción de tutela -la que ha hecho suya-, que del resto de la Constitución, mecanismo jurídico a través del cual ha permitido exigir del Estado la garantía, goce y disfrute de sus derechos fundamentales, que ante su efectividad, por otras vías nunca habría podido lograr su materialización.
A la gran mayoría de los colombianos parecen importarles nada, o tal vez poco, sus instituciones, salvo que su existencia sea aprovechada para su particular beneficio. Ya no se confía lo suficiente en la justicia por lo que ha sucedido en ella, agravada por los hechos de corrupción de algunos de sus máximos voceros; no cree en el Congreso de la República, porque este no cumple con el mandato que se le ha otorgado por sus electores, y legislan en muchas ocasiones sin consideración de las verdaderas necesidades colectivas, o sin la búsqueda de su real bienestar; no cree en el Ejecutivo porque estima que está al servicio de un partido y no de la comunidad en general; no cree en sus Contralorías porque consideran que se establecen nexos con los entes que deben vigilar, dando lugar a un control precario sobre la cosa pública; no creen en la Procuraduría, porque se señala estar al servicio del sistema imperante; no creen en la Fiscalía porque se discute sobre ella la influencia del gobernante; no creen en las asambleas y concejos porque entienden que perdieron el norte cívico que las caracterizaba, etc. etc. Entonces digamos que lo único que importa es la acción de tutela.
La acción de tutela se concibió, según el artículo 86 de la Constitución, para garantizar los derechos fundamentales (derechos básicos de la persona), cuya sentencia debe emitirse en un término máximo de los diez (10) días, y la misma cumplirse de manera “inmediata”, sin demora, según el texto constitucional y la reglamentación que le introdujo el Decreto 2591 de 1991 (48 horas siguientes a su notificación).
El señor presidente de la Corte Constitucional, Dr. Alberto Rojas, en las postrimerías de esa representación, refirió públicamente que muchas de las sentencias de tutela no se cumplían, y la verdad que eso es cierto, o muchas se cumplen tardíamente, a pesar de la claridad y perentoriedad de ese Artículo 86 superior.
Son los mismos jueces los responsables para que las sentencias de tutela se cumplan de manera inmediata; pero por alguna providencia de alta Corte, a mi modo de ver desafortunada, se indicó que, a pesar de que haya denuncia de desacato y luego se cumple, no importa al cabo de cuánto tiempo, el o los responsables quedan eximidos de las sanciones establecidas por su inobservancia.
Qué saludable sería que la Corte Constitucional echara para atrás ese pronunciamiento, lo mismo que las demás Cortes reversaran criterio similar, pues los obligados a cumplir la sentencia de tutela esperan imprudentemente la queja de desacato para apenas darle cumplimiento a aquella, lo que se traduce en mayor perjuicio de los afectados.
Se le debe especial respeto a la rama judicial, y por lo mismo, a sus providencias, las que deben ser siempre acatadas sin demora; y qué bueno será escuchar que todas las sentencias de tutela se están cumpliendo oportunamente, lo que volvería a generar confianza en las instituciones y evitaría más congestión en la justicia.
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