Augusto Morales

Con rimbombancia y como gancho de las campañas electorales, los candidatos presidenciales prometen y se comprometen con nada de más impuestos, pero sí con reformas a la “justicia”. Con el sutil juego de palabras viene luego, que, si no se crean nuevos tributos, sí es seguro que se incrementan y/o restablecen algunos que ya existieron, camuflándose las propuestas gubernamentales bajo llamativas denominaciones que en lenguaje llano significan lo mismo: reformas tributarias, las que generan harta polémica y que al final se aprueban. Y con las llamativas reformas judiciales ocurre curiosamente todo lo contrario: se someten a trámite los proyectos de reforma, se crean grandes expectativas y a la postre se frustran.
Cuando se ofrecen reformas a la “justicia” (expresión abstracta, principio, juicio de valor), se están refiriendo con ellas realmente a reformas al aparato judicial, es decir, a su parte orgánica, instrumental o estructural, no al concepto mismo de Justicia (lo justo, lo bueno, lo equitativo…). La rama judicial como los otros dos poderes, ejecutivo y legislativo, deben promover la Justicia, contribuir a su realización; no la fundan, no la crean, pero el aparato de justicia sí es el encargado de velar por ella, de protegerla, de garantizarla.
En una reforma a la justicia -que mejor al poder judicial-, se deben establecer los medios óptimos o adecuados para tratar de lograrla, de alcanzarla (como ocurrió con la acción de tutela). La “Justicia” en los Estados modernos se intenta patentizar o materializar a través de normas jurídicas, pero con las que, muchas veces, se acorta o desconoce ese principio general del derecho. Si se examina el proyecto ‘3 en 1’ de reforma a la justicia que se tramita en el Congreso -el que ya tiene serias amenazas de fracaso-, se observa que es básicamente de índole instrumental.
Por el estado actual de cosas (nuestra Corte Constitucional alude a “estado de cosas inconstitucional”, figura de amplio espectro que ya resalta y acoge la doctrina internacional), debe decirse que existe, no un vacío, sino una deuda de “Justicia” con el país, que nos involucra en mayor o menor medida a todos, autoridades y particulares, y sobre lo cual tendrá que repensarse bastante.
El aparato de justicia, por su parte, trabaja con los recursos económicos, instrumentales y humanos que le determinan el gobierno y el Congreso, siempre limitados; pero también se han venido presentando, debe reconocerse, aunque excepcionales, muy sonados y lamentables casos que comprometen su moralidad y confianza ciudadana, así como situaciones de gestión judicial, todo lo cual debe corregirse, y en esto en verdad ya hay una deuda de la rama judicial con la sociedad.
Pero igualmente existe una deuda con la rama de la justicia, puesto que se le da, de manera general, un inmerecido tratamiento: Se le acusa de ser responsable de adoptar decisiones que supuestamente atentan contra el Estado (Corte Constitucional y jurisdicción contenciosa administrativa), o que es la responsable de la mora judicial (todos los jueces), o de perseguir a funcionarios o exfuncionarios del Estado (Corte Suprema de Justicia), sin mencionar a litigantes que señalan a los jueces como responsables del fracaso en sus procesos, lo que ha dado lugar a que se cree una muy distorsionada imagen de la rama judicial y de sus funcionarios analizadas objetivamente las razones o causas en que se fundan; todo parece derivar de la conveniencia o no de la decisión judicial.
Francia, cuna de la revolución democrática occidental; Estados Unidos, Inglaterra y Alemania bastiones de la justicia anglosajona, son ejemplo de consideración por sus jueces y las instituciones y donde se acogen con respeto las sentencias; claro, esto va de la mano del desarrollo de las naciones y de sus comunidades; a nosotros, protagonistas en América Latina, nos falta mucho por mejorar y adquirir gran madurez cultural y, por ende, de la concepción de Estado.
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