Augusto Morales


Un Estado de derecho entraña establecer unas reglas o normas con fuerza jurídica vinculante, para que la sociedad que las adopta, las respete y se someta a ellas.
Dentro de ese contexto, el primer ordenamiento normativo al que se le debe acatamiento es a la Constitución Política, misma que contiene la forma de Estado y sistema de gobierno, un catálogo de derechos y deberes que esa colectividad acoge, pero además, es la guía fundamental para su organización y funcionamiento.
El artículo 95 de nuestra Constitución indica que la calidad de colombiano "enaltece" a todos los miembros de la comunidad nacional, y que estamos en el deber de "engrandecerla" y "dignificarla". Estas tres palabras clave (enaltecer, engrandecer, dignificar) deberían estar ya inscritas en la conciencia y tradición colectiva de nuestra sociedad, y por qué no, estar la altura de los principios de "libertad", "igualdad" y "fraternidad" que simbolizan y enorgullecen el legado revolucionario de la sociedad francesa.
¿Quiénes son los obligados a engrandecer nuestra Patria elevándola a una dignidad superior?
Por supuesto que ese deber corresponde a todos los colombianos, pero con mayor razón a quienes llevan nuestra representación (Congreso), y los que tienen en sus manos las riendas o dirección del Estado y sus territorialidades, pero parecen no ser el ejemplo de pulcritud que la Carta Política consigna y la comunidad reclama.
Cuando Colombia adoptó en 1991 una nueva Constitución, lo hizo, entre otros motivos, movida por el estado de postración moral en que se encontraba su clase política representada en el Congreso de la República. Después de 25 años, parece ser el poder ejecutivo el protagonista de esa crisis de valores éticos.
La misión del servidor público es servirle a una sociedad que le ha dado la confianza para que rija sus destinos, para que la dirija y la oriente, para que le satisfaga sus necesidades de distinto orden; pero qué mal ejemplo le están dando muchos de sus funcionarios a una colectividad que confió en ellos: Odebrecht, Reficar, Iva, una vieja contratación de prendas militares, puerta giratoria, carrusel de la contratación, yidispolítica, etc, etc, etc, etc, parece no corrección ni fin, pero igualmente ser suficientes para hacer reaccionar nuestra sociedad. Se tiene un estado de cosas igual, o quizá peor al vivido en las postrimerías de la Constitución de 1886.
Ese flagelo de la corrupción es un fenómeno mundial que rebasó lo doméstico para volverse ya internacional (FIFA, la misma Odebrecht, etc.), y para combatirla se requiere también de acciones de los órdenes nacional y transnacional.
Los huecos fiscales que deja la corrupción -no propiamente originados en las pensiones-, deben ser suplidos, debe suponerse, con estrategias tributarias, y de este modo no solo se paga el sostenimiento del Estado sino el producto de aquella, lo que además de injusto resultará siendo inconstitucional, pues la misma Constitución consagra como deber de toda persona o ciudadano, "contribuir al financiamiento de los gastos e inversiones del Estado dentro de conceptos de justicia y equidad".
Colombia es entonces un "Estado de derecho", es decir, un Estado regido por normas jurídicas, pero además es un "Estado democrático" (gobierno del pueblo), principio de democracia que resulta igualmente lesionado con el fenómeno de la corrupción.
Entre todos debemos enderezar el camino; es un asunto que no es de leyes sino de conciencia ética individual y social. El ejemplo que se le está dando a las generaciones venideras no es halagüeño para el futuro de nuestra nación. Construyamos entre todos el país que necesitamos, ¡Enalteciéndolo!, ¡Engrandeciéndolo, ¡Dignificándolo!
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