Andrés Hurtado


Estábamos en la puerta de entrada al Parque Katíos. Se trata de una abertura que a duras penas mide dos metros de anchura. Oímos la algarabía de los insectos y los trinos de pájaros que vuelan a perderse en la espesura. El canal mide tal vez un kilómetro. Ninguno de nosotros habla. Cuando el motor de la lancha toca fondo, el motorista lo levanta y avanzamos a punta de palanqueo. El diccionario dice que palanquear es sinónimo de apalancar y significa mover algo por medio de una palanca. En este caso la palanca es un palo largo que el motorista hunde en el piso del canal y haciendo fuerza hace avanzar la embarcación. A mano izquierda vemos sobre una tabla desvencijada un letrero que indica con caracteres casi borrados por la humedad la entrada al cementerio. Seguimos por el canal y cuando ya definitivamente la lancha toca fondo y no permite avanzar nos bajamos y caminamos unos 100 metros por el anegado canal hasta que llegamos a terreno seco. Todavía nos quedan unos 400 metros para llegar a las instalaciones del Parque, pero antes dejamos a la derecha totalmente invadida por la vegetación y podrida por la humedad una caseta del parque comida por la manigua. Los funcionarios nos dicen que por este tramo seco del canal suelen moverse los tigres. Vimos, en efecto, varias huellas bien marcadas en el barro.
En otro tiempo, hace 30 años tal vez, hubo una pista para avionetas. Inderena tenía un monomotor que prestaba admirable servicio. El aparato se estrelló creo que en Antioquia y allí murieron el piloto y algunos periodistas, según mis recuerdos. Si el gobierno tuviera tanta devoción por los recursos naturales y por los Parques Nacionales como predica en sus declaraciones, ya era hora de que el sistema de Parques tuviera no una sino dos avionetas para el servicio de territorios tan alejados del centro del país. La pista de otrora en Katíos es hoy totalmente irreconocible; la invadió la maleza. De todos modos fui a ver el sitio para recordar milagros de la vida, porque una vez aterrizamos allí y al tocar tierra, en una pista que no era totalmente plana, la avioneta se ladeó y avanzó dando tumbos, con la trompa dirigida no hacia la pista sino hacia el monte y terminó volcándose. Ni el aparato ni los ocupantes sufrimos daño alguno. Un susto, sí, tremendo e inolvidable. Y no es el único accidente de avión que he sufrido. En un DC-3 nos estrellamos en la selva del Guainía el 9 de enero de 1989. Pero esta historia es arena o accidente de otro costal. Confieso que he sobrevivido.
Los funcionarios del Parque fueron en todo el tiempo de nuestra estadía en la zona muy amables y colaboradores. Ellos fueron: Marcos Abadía, con quien me conocía de la última visita al parque en 2006, Edgar Benítez, César Gélez y Marisela Mosquera que fue nuestra amable cocinera.
Aquella última vez de mi visita tuve una noche imposible de olvidar. Al rato de acostarme sentí que algo me caminaba por una pierna, era una hormiga. Salté de la cama, levanté el colchón y encontré un nido en el que había centenares de estos himenópteros (así los llaman los científicos), que son primos de las abejas y las avispas.
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Los manizaleños de origen o de adopción estamos felices con el premio concedido a Octavio Arbeláez por la Red Mundial de Mercados de la Música. Inmensas felicitaciones, Octavio.
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