Andrés Hurtado


Hablábamos de la importancia de desarrollar la memoria y de la “dichosa edad y dichosos tiempos aquellos”, en que nos hacían aprender poemas de memoria. He aquí, para el dulce y consentido placer de la nostalgia, algunas de las poesías que aprendíamos de memoria: joven aún entre las verdes ramas, cantadora sencilla de una gran pesadumbre, es flaca sobremanera toda humana previsión, érase una viejecita sin nadita que comer, rin rin renacuajo, patria te adoro en mi silencio mudo, dos lánguidos camellos de elásticas cervices, miniatura del bosque soberano, de peñón en peñón turbias saltando, juntos tú y yo vinimos a la vida, amplias constelaciones que fulguráis tan lejos, en un bloque saliente de la audaz cordillera, época fue de sórdidas pasiones, ya del oriente en el confín profundo (valientes quienes como yo nos aprendimos las treinta estrofas del monumental poema de Diego Fallon a la luna), atropellados por la pampa suelta (en Neiva han honrado el Centro de Convenciones con la sala dedicada a este soneto de José Eustasio Rivera) y dos excelsos poemas, excelsos entre todos: una noche toda llena de murmullos, de perfumes y de músicas de alas (José Asunción Silva) y hay días en que somos tan móviles, tan móviles (de Porfirio Barba Jacob, posiblemente el más grande poeta de Colombia). Y para los concursos de recitación eran infaltables: el brindis del bohemio, por qué no tomo, siquiera se murieron los abuelos, reír llorando (viendo a Garrik, autor de la Inglaterra) y juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida (el relato de Sergio Stepansky). Hasta este recuento poético nos trajo el “Soneto a Teresa” de Eduardo Carranza, inmenso poeta del Llano, sí, porque estoy dedicando mis comentarios de los jueves en nuestro periódico LA PATRIA al Llano colombiano. Pero no abandonemos a Carranza todavía. Su poema “El sol de los venados”, debo confesarlo y no me da vergüenza, me conmueve casi hasta las lágrimas. No sé por qué casi no se habla
hoy del sol de los venados. A esa hora del crepúsculo los venados salen de los bosques a las sabanas, a comer, a berrear buscando a las hembras. En el Llano la expresión es muy presente, por varias razones: ante todo porque hay venados y porque los atardeceres son muy hermosos y su belleza conmueve hasta el más “duro de roer”. El sol de los venados está presente en las coplas y en muchos poemas llaneros.
Eddy Rafael Pérez y Andrés Chacón Urrego le han dedicado sendos poemas y Gloria Cecilia Díaz una novela, entre otros escritores. Invito a los lectores a que busquen en antologías o en internet el poema de Eduardo Carranza. Lo escribe recordando su infancia cuando desde el balcón miraba el atardecer. Así empieza el poema: “Recuerdo el sol de los venados, desde un balcón crepuscular, allí fui niño ojos inmensos rodeado de soledad” y así termina: “Allí fui niño, allí fui niño y tengo ganas de llorar”). (Y yo también). Y remata con este verso espectacular, que yo he citado y seguiré citando muchas veces: “Ah, tristemente os aseguro, tanta belleza fue verdad”.
No puede entenderse el universo del Llano sin sus coplas, que son eje fundamental de su tradición oral.
El llanero es coplero por naturaleza. Y cómo no habría de serlo inmerso en unas sabanas de espectacular belleza, entregado a la salvaje belleza del entorno. El llanero canta a las faenas de su trabajo diario correteando y domando potros indómitos y recogiendo mautes resabiados dispersos por las sabanas y enfrentándose a animales peligrosos como jaguares y serpientes. El llanero canta su vida.
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