Andrés Hurtado


Este viaje por los dominios de “Matasanos” fue por los años 80. El buen hombre tenía conocimientos de medicina, buen acopio de aspirinas, recetaba a indígenas, colonos y a “otros” habitantes de la selva y todos vivían muy agradecidos por sus servicios. No sé si “Matasanos” vive todavía y dónde estará. Me gustaría volver a saludarlo y ojalá exista todavía su maravillosa casa flotante. Es de esos personajes que la vida puso en el camino alguna vez y que dejaron bellos recuerdos.
Seguimos avanzando por el río Inírida ya engrosado con el Caño Grande. En unas rocas a orillas del río me encontré con el primer laboratorio de coca en la selva. Hablo de principios de los 80. Estaba muy bien disimulado. Son unas rocas de unos 20 metros de altura y en una cueva dentro de ellas estaba el laboratorio. Lo acababan de abandonar. De todos modos, nos dio mucho susto de que de pronto los “cocineros” estuvieran por allí cerca y nos tomaran como policías. Por suerte nada de eso ocurrió, pero sí un hecho sorprendente. Nos acompañaba un indígena que llevaba a su niño de unos cinco o seis años. Ambos estaban vestidos simplemente con una pantaloneta, como es común en la selva a causa del calor. En un momento el niño dijo: Papá, popó. El indígena le bajó la pantaloneta y el niño hizo necesidades en un hueco de la roca. Al terminar nos dimos cuenta de que en el hueco había una serpiente cuatro narices y que en su cabeza tenía como corona el excremento del niño. El susto fue muy grande. La serpiente salió del hueco y se fue muy campante coronada con el excremento. “Cosas veredes, Sancho”. Hasta allí el río Inírida ha recibido muchos caños, el Mosco y Damas, entre otros.
Y así llegamos a Tomachipán, lugar que visité varias veces y donde pasé varias Navidades y Años Nuevos. Era un pueblo de unos 300 habitantes donde todos, absolutamente todos tenían apodos. Me daba apremio llamar a la gente por el apodo y prefería decirles el nombre, pero no se daban por enterados. Allí conocí a Jorge Rodríguez, apodado El Capi, hombre simpático, tremendamente alegre y optimista, dueño de la única tienda del poblado; en ella se reunían por las tardes los habitantes a tomar cerveza, a comprar sus provisiones y sobre todo a ver televisión en el único aparato que había en el contorno. Jorge era querido por todo el pueblo y respetado incluso por personas armadas que pasaban por la zona. Me hice su amigo. Conversar con El Capi era un deleite oyendo sus historias y sus planes. El día que llegué y me presenté me llevó a las afueras del poblado a mostrarme el cementerio. Había unas cincuenta cruces sencillas clavadas en la tierra, hechas con palos de la selva. Me dijo que eran tumbas de muchachos que venían atraídos por el espejismo de la coca. Trabajaban como raspachines y cuando iban a cobrar a los jefes el trabajo, sencillamente les pagaban con un tiro. El Capi me colaboró generosamente en mis desplazamientos por la zona conociendo la selva, los caños y los raudales. A Tomachipán se puede llegar en avioneta que viene desde San José de Guaviare
y aterriza dando saltos en una pista rocosa en la que no faltan algunos huecos. Aterrizar allí es una auténtica aventura y un chorro de adrenalina. También se puede viajar por carretera a El Retorno y desde allí embarcarse en una canoa o voladora y bajar unas seis horas hasta llegar a Tomachipán.
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