Álvaro Gartner


Dicen que los ojos pertenecen al presente. La nariz y los oídos al pasado, porque olores y sonidos tienen la facultad de despertar recuerdos. Con aroma o una canción se regresa hasta una persona que ya no está, un episodio, un lugar ya desaparecido. La nostalgia, dulce melancolía, invade el ser. En el idioma portugués hay un término más impreciso, que la expresa mejor: saudade.
En ocasiones entra por los ojos, a través de fotos viejas. Poderosas son las de lugares familiares, cuyo aspecto ha cambiado drásticamente. Me sucedió con una imagen de Villa Pilar en construcción. De inmediato evoqué cuando apenas estaban ‘haciendo’ los lotes, con rellenos de barro que dejaban compactar durante años, hasta cuando estuviera firme el suelo, para poder construir los edificios.
En los veranos, que por allá en los años de 1960 coincidían con las vacaciones del colegio, el calor endurecía la superficie y se podía jugar fútbol. Unos centímetros debajo todavía era lodo.
Los vecinos de Campohermoso disfrutamos de varias canchas así y fueron más cuando los lotes villapilarunos estuvieron aptos. Nos íbamos por caminitos entre montañas, después borradas por la avenida que destrozó el barrio natal, a disputar varios encuentros a 12 goles cada uno, con porterías demarcadas con piedras. Había grandes discusiones para determinar la validez de cada anotación: el anotador decía que sí; el anotado, que no.
Regresábamos cubiertos de barro y felices. ¡Ay! de quien tuviera rotos los pantalones: le sobraban cantaleta, chancleta o cueriza, dependiendo del juez hogareño. Y pensar que ahora están de moda los benditos rotos…
Fue cuando con varios amigos nos dio por jugar fútbol competitivo. Pedimos cupo en el San Lorenzo, que jugaba con el uniforme del Santa Fe, y dirigía José Nervando Cardona, un señor bravísimo, estricto, exigente, que no admitía fumadores, tomatragos, ni boquisucios en sus equipos. Excelente futbolista, a quien con admiración apodaron Perazzo, por un aclamado jugador de aquellos tiempos. Hoy es recordado como probo magistrado del Tribunal Superior caldense.
En mi casa no había con qué comprar guayos, porque la prioridad era los tenis para la educación física. Ni soñar con los “profesionales” Croydon. La realidad era unos bajitos de tela. “Le tienen que durar hasta que esté en 6°”, le decían a uno cada año. Había que mantenerlos blanquísimos y cada domingo les untaba betún Griffin, pegote que duraba más en los dedos que en las zapatillas. Se rompían con nada y rotos había que llevarlos a clase, junto con el título de “perjuicio”.
Mis planes futbolísticos se malograban antes de empezar, por falta de guayos. (Murieron por carencia de talento). El milagro lo obró una hermanita mía, quien tenía por compañera de estudios, amiga y vecina a una hija de don Gabriel Álvarez, eterno secretario del Once Caldas. Un día, ella apareció con unos botines desgastados, que fueron del delantero Nicolás Lobatón. Por supuesto, no traían ni una pizca de su calidad y aunque heredero de un ‘crack’, seguí siendo un ‘tronco’. Ah, pero tuve guayos de Lobatón…
Los taches eran de cuero, pegados con puntillitas como alfileres. En cada partido se desgastaban más, clavándose en los pies. Ni pensar en plantillas. El dolor era tenaz, pero ni por esas dejaba de jugar. Debía usar cuatro o cinco pares de medias, todos rotos. Dolía más el amor propio cuando había que ‘chupar’ banca o le decían ‘sebo’ a uno. De suplencias y adjetivos llegué a saber harto…
Bueno, bueno. Punto final. Sospecho que esta columna solo la leerá el editor de Opinión. ¡Pobre! La culpa fue de la foto vieja de Villa Pilar.
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