Álvaro Gartner


Cuando hay más vivido que por vivir, la memoria lejana se activa para revivir episodios, personas, lugares y fechas olvidadas durante años. Regresan con nitidez asombrosa, dejando en el espíritu esa agridulce mezcla de sentimientos llamada nostalgia.
Ocurre con más frecuencia y fuerza en esta época de encierro forzado y ansiedad mundial. Lo que hay ahora, no se parece a lo que había hace diez minutos y tampoco hay indicio de qué podría suceder dentro de los diez siguientes.
Si bien el confinamiento no obliga a la inactividad, el ya requetevisto entorno invita a la reflexión; ésta a la remembranza y luego a la imaginación de mundos paralelos. Entonces, aparece la consabida y traicionera pregunta: “¿Y si…?”.
La de hace unos días, fue: “¿Y si la cuarentena hubiera sido por allá en los años 1960, qué hubieran hecho los niños de entonces?”. Es válido preguntarse, pues la niñez se vivía de una forma inconcebible hoy, cuando los chicos se levantan en apartamentos diminutos. Si no están rodeados de una tecnología raras veces explicada y menos apreciada, conectados con el mundo y aislados de la realidad, están cargados de tareas, no ideadas para formarlos, sino útiles para la maestría del ‘profe’. Raras veces ven a sus padres; los que tienen por tales casi nunca lo son y estos no los ven como hijos, sino como daños colaterales.
Cuando rebasan los muros de condominios parecidos a campos de concentración, van a otros sitios cerrados: salas de cine o de juegos electrónicos en centros comerciales vigilados; los pudientes están en clubes de donde no pueden salir. Afuera es peligroso: en las calles pululan ladrones, jíbaros y pederastas; en el campo todo parece carnívoro, venenoso y hostil, desde la hierba hasta la vaca. Estas generaciones, y varias precedentes, se levantan con mentalidad de cuatro paredes, habituadas al confinamiento. Si lo repelen es por obligatorio, no por desconocido.
En cambio, los niños de hace 50 o 60 años fueron empujados por los vientos de la libertad. Crecieron en espaciosos caserones de patios inmensos o solares que parecían junglas, nunca lejos del campo, siempre con una tropa de hermanitos, primos y vecinos que obedecía por parejo a los padres de cualquiera de ellos y, a cambio, recibían patentes de corso para corretear. Nunca se hacinaron, ni tropezaron en los corredores, ni se estorbaron.
Las únicas tecnologías eran la radio permanente y la televisión de pocas horas de transmisión diaria. Juguetes, si los había, eran elementales; a cambio, disponían de todo tipo de retales para hacerlos, hasta donde la imaginación alcanzaba. Niños que poco sabían lo que pasaba más allá de su cuadra, pero tenían estrecha comunicación con su entorno. Chicos unilingües que dominaban el juguetón idioma de cantinelas, jerigonzas y jitanjáforas: “Una, dola, tela, canela, coquito de vela, velilla, velón”, para repartir los turnos del juego. “Don Pepito Bandolero se metió entre un sombrero; el sombrero era de paja; se metió entre una caja; la caja era de pino; se metió entre un pepino; el pepino maduró y don Pepito se salvó”, para señalar la exoneración de la pena. “Oha; sin moverme; sin reírme; sin hablar…”, mientras se golpeaba la pared con una pelota de letras. E infinita cantidad más de frases sin sentido aparente, antañones ‘passwords’ para ingresar al mundo de la felicidad, sin salir del de la inocencia.
“¿Y si les hubiera tocado cuarentena, habrían sobrevivido? Si sus padres decían que debían quedarse adentro, no discutirían. No se deprimirían, ni amenazarían con suicidarse. Todavía les quedaba dos ases bajo la manga: vida interior y capacidad de entretenerse con muy poco.
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