Álvaro Gartner


El periodista e investigador ítalo-mexicano Fabrizio Lorusso analizó en su ensayo ‘La desunión europea’*, las causas de “la peor crisis” de la historia de ese “gigante decadente con los pies de barro” que es la Unión Europea (UE). Justo cuando se conmemoran 60 años del Tratado de Roma de 1957, que le dio origen.
Con lenguaje preciso y didáctico explica los alcances comerciales, monetarios y políticos del “federalismo intergubernamental” imperante en el Viejo Continente. A renglón seguido describe su cruda realidad, la de combinar un rompecabezas incompleto y un ajedrez jugado entre 28 contendientes, todos contra todos, con corteses aires de todos con todos.
El desequilibrio de los socios, que fluctúa entre la opulencia alemana y la mendicidad profesional griega; la volátil geopolítica en la Europa del Este; el intercambio de desconfianzas y el retiro de la Gran Bretaña (‘brexit’, para estar a tono con este siglo de las siglas) ponen en relieve las fragilidades del “modelo económico-social ortodoxo de austeridad y gobierno de facto de las finanzas internacionales que ha deteriorado la ‘Europa social’ y las condiciones laborales y de vida de la mayoría de los ciudadanos”, dice.
Su estupendo análisis retrocede la memoria veinticinco años, hasta 1992, cuando fue establecida formalmente la UE y las expectativas suscitadas por el subsecuente Tratado de Maastricht subieron de punto. Los opinadores de entonces se deleitaban repitiendo la palabra ‘globalización’, que llegó a tener un sentido mágico de panacea, pues parecía contener en su docena de letras la fórmula para hacer de este mundo lo que jamás será: igualitario, altruista y feliz. La apertura de fronteras europeas y la igualdad de oportunidades no tardarían en extenderse al resto del orbe. Llegaría el día cuando en Somalia manejaran carros alemanes y la Chec vendiera energía atómica, soñaban. Desaparecerían anacronismos como patria, ancestro y autóctono, y de sus cenizas brotarían ciudadanos del mundo, por volquetadas.
Soplaban vientos de euforia casi tan fuertes como los que insuflaron los 1950, los Años del Optimismo. Había tanta ilusión que a nadie preocupó la vinculación parcial de la Gran Bretaña, donde no se aceptó el euro y se mantuvo vigente la libra esterlina. Sí pero no. Tampoco asustó la negativa de Noruega a asociarse, a pesar de lo cual su voto cuenta en cerca de la quinta parte de las decisiones de la UE, porque sí pertenece al Espacio Económico Europeo. No pero sí.
Hace un cuarto de siglo, como hoy, nadie pareció tener en cuenta un factor primordial: el humano. Cierto es que la gente común respaldó la unidad, por la posibilidad de tener un mercado laboral internacional y tener a la mano productos antes foráneos. Al mismo tiempo se temió algo que no todos expresaron: la pérdida de los valores culturales propios y de las identidades regionales, ahogadas por la unicidad paneuropea.
En reacción, surgió el populismo ultraderechista, en principio una opinión para defender lo propio, pero se transformó en fuerza electoral creciente en casi todos los países miembros de la UE. Sus pilares son el nacionalismo y la xenofobia llevados al extremo. El primero apunta a recuperar lo propio, lo cual sería sano si no tuviera los tintes que tiene; la segunda dispara contra los refugiados. Mañana lo hará contra los vecinos.
Una palabra define esta tendencia: tribalismo. El mismo que estimula movimientos secesionistas en territorios como la Península Ibérica, donde un Estado abarca varias naciones unidas a la brava.
El carácter político de la ultraderecha acalla la verdadera motivación ciudadana que le dio vida y al mismo tiempo corroe la Europa unida: el temor a que lo propio sea de todos, a perderse de vista, a no reconocerse, lo cual no debe confundirse con individualismo. Es posible que esto, más que los inconvenientes señalados por Lorusso, pongan fin al viejo anhelo pangeático inaugurado por los persas y seguido por romanos, carolingios, romano-germánicos, grancolombianos, austrohúngaros, nazis, soviéticos y gringos, a los cuales Trump talla la lápida.
Si bien Gran Bretaña puso en evidencia la endeblez de la UE, el ‘brexit’ dividió su sociedad y quizás puso en entredicho su imperio mismo. La clave la tiene Escocia, que hará referéndum en 2018 para salirse de la unión británica. Quizás para entonces la europea ya sea solo simbólica.
* Texto completo en http://desinformemonos.org/
o en http://zonafranca.mx/la-desunion-europea.
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